Notes

El día que ambos tanto temían, y también deseaban, acabó por llegar.

Con el fin de acabar con aquella infinita y eterna guerra que llevaba librándose desde hacía generaciones, la mano de la princesa heredera había sido entregada al rey de la Arena. La amistad no existía, ni lo haría nunca, en aquel pacto en el que sin duda la Corona salía perdiendo.

Prometer a la princesa con aquellos salvajes no había sido considerado por nadie en el Consejo, pero el actual monarca, reticente, acabó aceptando las exigencias del enemigo. Un rey debe velar por la paz de su reino; más aún si éste son tres y no uno y además tiene otros dos soberanos por debajo de él.

Cuando la noticia les fue revelada, ambos intercambiaron una sonrisa de complicidad que nadie en la sala pareció notar. Consternada, la afectada bajó la vista y asintió. Su padre había temido lo peor, pero los gritos, las amenazas y los llantos no se produjeron en ningún momento.

— Como ordenéis, padre —respondió, simplemente, dejando el tenedor sobre el plato—: mi deseo es complaceros.

Que la princesa ya no era virgen era un rumor que se había extendido hacía años en la Corte. El rey incluso juraría haberlo escuchado por primera vez cuando la susodicha apenas tenía siete años. En aquella sociedad solo las prostitutas tenían el derecho a llevar el cabello de aquel tono tan intenso con el que su hija había sido bendecida.

El rojo era el color de la pasión y nadie más en la familia tenía aquel característico tono, por lo que también se había dicho que la niña era bastarda. Sin embargo, los rasgos de la criatura eran una réplica embellecida de los de su padre. Nadie podía dudar que aquella niña era hija de Lenhall III.

La reacción de su hija disipó todas sus posibles dudas. No era la primogénita, Adrya tenía un hermano cuatro años mayor. Ambos eran como uña y carne, aunque la niña siempre mostró interés por el trono que por derecho le pertenecía a Edrak mientras que éste renunció completamente a él años atrás. Las razones por las que lo hizo, los verdaderos motivos, jamás fueron arrancadas de su boca. Únicamente su hermana pequeña lo sabía, aunque ésta siempre lo había desmentido.

La comida transcurrió con normalidad. Edrak y Adrya conversaban a través de sus ojos grises. La noticia, contrario a lo que cualquiera que conociese su situación habría imaginado, había encendido la llama de la esperanza en ellos. No tendrían que esperar más. Cuando los sirvientes retiraron los platilos del postre, los comensales hicieron lo propio y regresaron a sus quehaceres.

Adrya regresó a sus aposentos. Siempre había compartido cámara con su hermano, el único ser humano en el planeta que era capaz de calmar sus berrinches cuando era un bebé y sus temores infantiles al crecer. Sin embargo, para evitar los inevitables rumores, las habitaciones habían sido separadas, aunque ambas estaban en el mismo pasillo, contiguas la una de la otra. Por ello a nadie le resultaba extraño que fueran juntos de camino a sus respectivos dormitorios y, por ello, nadie se percataba de que el mayor de ambos entraba en la estancia equivocada, siguiendo los cabellos de fuego que tan ensimismado le tenían.