Notes

Aquel día tuvieron que terminar la jornada antes de lo previsto. El sol aún bañaba las tierras con su fulgor anaranjado cuando Haku, que para entonces respiraba con ruidosa dificultad, cayó al suelo en peso muerto. Zabuza, como siempre, iba delante de él y aunque podría haber evitado el golpe de su alumno, lo único que hizo en los minutos siguientes fue detenerse a observar aquel cuerpo, tan pequeño en comparación con el suyo que cualquiera creería que con solo tocarlo Zabuza lo rompería. Aunque, para ser sinceros, no importaba realmente el tamaño de la víctima que le hubieran encargado: el hombre se había encargado desde bien pequeño, cuando aún no había sido reconocido shinobi, de demostrar que si se lo proponía podía contra todo.
No por nada él, Zabuza Momochi, portador de la Kubikiribōchō, era el Demonio Oculto en la Niebla.
Montó el campamento antes de acomodar a su alumno en el saco donde acostumbraba a dormir. Su piel, siempre fría y pálida como la nieve, lucía rojiza y estaba aún más caliente que su propia piel, siempre un par de grados por encima de la media. El muchacho llevaba días sintiéndose enfermo, aunque siempre que Zabuza parecía albergar cierta preocupación el más pequeño de los dos se disponía a realizar cualquier tarea, ya fuera avivar el fuego o lavar las ropas manchadas por el polvo y la tierra del viaje, para distraer la atención.
Pero Zabuza lo notaba, aunque en ningún momento lo detuvo. La forma que él tenía de actuar era muy diferente a la que cualquiera podría haber esperado, ya que sus demostraciones eran sutiles. Por ejemplo, cambió la ruta que estaban siguiendo para seguir un camino más adecuado para la condición de su alumno en lugar de adentrarse en los escarpados picos que tenían que atravesar. O hacer más paradas de las normales alegando que tenía que cubrir ciertas necesidades fisiológicas, cuando lo único que hacía era alejarse, contar hasta treinta, y regresar.
Dedicó las horas siguientes a afilar su preciada espada. Mientras que el muchacho descansaba en el interior de la tienda en la que acostumbraban a dormir, Zabuza hacía guardia desde el exterior, con la espalda recta apoyada en una de los pilares del refugio. Preocupado como no admitiría abiertamente que lo estaba, había decidido vigilar las primeras horas de la noche él mismo en lugar de utilizar una de las diversas técnicas de alarma que conocía. El frío exterior lo ayudaba a pensar y el mimo que le dedicaba a su espada le relajaba como pocas cosas podían hacerlo.