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Aquel día la jornada terminó antes de lo previsto. El sol aún bañaba las tierras heladas con su fulgor anaranjado cuando Haku, que para entonces respiraba con ruidosa dificultad, cayó al suelo en peso muerto. Su maestro pudo haber evitado el golpe, pero lo único que hizo en los minutos siguientes fue observar aquel cuerpo, tan pequeño en comparación con el suyo que cualquiera creería que con solo tocarlo Zabuza lo rompería en mil pedazos. Para ser sinceros, realmente no importaba quién fuera la víctima que le encargaran: el hombre se había labrado una reputación desde bien pequeño, cuando aún no había sido reconocido shinobi siquiera.
Él había demostrado que podía contra todo y contra todos. Que el intento de derrocar al kirikage hubiera resultado un completo fracaso no hizo que la imagen que se había formado de él mermara. Seguía siendo temido y aquello le gustaba. No por nada, él, Zabuza Momochi, portador de la Kubikiribōchō, había sido apodado el Demonio Oculto entre la Niebla.
Montó el campamento antes de acomodar a su alumno en el saco donde dormía habitualmente. Su piel, siempre fría y pálida como la nieve, lucía sonrosada y estaba aún más caliente que la suya propia, siempre un par de grados por encima de la media. Cuando Haku aún era un crío acostumbraba a dormir pegado a él en las noches de invierno, hecho un ovillo a su costado. Él, que agradecía el frío del chiquillo, jamás lo había apartado.
Haku llevaba días sintiéndose enfermo, aunque temeroso de sentirse un estorbo para su maestro había tratado de ocultarlo lo mejor posible. Cuando Zabuza parecía albergar cierta preocupación y lo seguía con la mirada allá donde iba, el muchacho se esforzaba por distraerlo de su apariencia deplorable realizando cualquier actividad. No importaba qué: avivaba el fuego o lavaba las ropas manchadas por el polvo y la tierra del camino. Pero su sensei, su pilar en la vida, la razón misma de su existencia, no era tan idiota. Lo notaba, claro que lo hacía, pero en ningún momento trató de detenerlo. El viaje debía ser completado en el menor tiempo posible si no deseaban que el feroz clima de aquellas tierras los pillara en medio de las montañas.
O eso pensaba él, que entre delirios causados por la fiebre casi deseaba que Zabuza volteara y le propusiera un descanso. Y en ese descanso, él se recostaría sobre su maestro como cuando era pequeño y calmaría con su calor el frío que sentía entumecer cada célula de su cuerpo. Sin embargo, bien sabía que aquello no ocurriría. Lo que desconocía es que en su forma sutil de demostrar preocupación, Zabuza ya había hecho unos cuantos cambios en sus planes. Para empezar, había desviado la ruta que había escogido en un primer momento: en lugar de atravesar las montañas para ahorrar tiempo, las bordearían, ya que eso le daría a Haku tiempo más que suficiente para reponerse. Además, también realizaba más paradas de las normales alegando que tenía que cubrir ciertas necesidades fisiológicas, cuando en realidad lo único que hacía era alejarse, contar hasta treinta, o sesenta según el estado de su alumno, y regresar.
El demonio oculto entre la niebla dedicó las horas siguientes a afilar su preciada espada. Bajo las vendas que cubrían su rostro un amago de sonrisa amenazó con aparecer, aunque por considerarla estúpida la reprimió hasta extinguirla antes de que siquiera naciera. Los ojos anhelantes de Haku se dibujaron en la hoja de la espada. El chico pensaba, y seguiría haciéndolo, que él jamás lo había visto observar su más preciado objeto con cierta envidia camuflada en reticencia, aunque pronto aquel sentimiento negativo se iba de su mente y volvía a aparecer aquella apacible sonrisa que era capaz de calmar hasta un corazón como el suyo.
Cuando el frío se volvió casi insoportable decidió que había llegado la hora de dejarle la guardia a sus habilidades ninja, y dejando que la fuerza de la costumbre actuara en su lugar, con absoluta parsimonia, sus dedos formaron cada sello requerido para aquella técnica de alarma. Retiró el paño húmedo y caliente de la frente de Haku y lo sustituyó por otro que había tenido enfriándose con el clima natural de aquellas tierras. Resultaba irónico tener que enfriar manualmente a un ninja cuyo kekkei genkai era el hielo. El insano color que su piel había adoptado pareció mejorar, aunque sabía a ciencia cierta que al día siguiente no podrían avanzar. Se planteó incluso volver a cambiar la ruta en busca de una posada que contara con al menos una cama decente para su alumno y agua corriente, pero consideró mejor opción esperar a que Haku recobrara la consciencia para tomar aquella decisión. Cuantos menos cambios, mejor. Pero no arriesgaría la vida de su alumno por cumplir la misión de un ricachón rencoroso.
Los minutos pasaron y él no pudo conciliar el sueño como tenía previsto. Sabía lo peligrosa que podía ser la fiebre, más en aquel muchacho de piel tibia, e inconscientemente deseaba asegurarse de que el óxido de su herramienta no fuera a más. Dejó escapar un suspiro. ¿Cuántos años habían pasado desde el primer momento en el que él dejó de considerar a aquel muchachito triste como un conjunto de habilidades -excepcionales- que utilizar a su favor? Supuso que desde la primera vez que le salvó el pellejo poniendo en riesgo su propia vida y le sonrió de aquella forma tan característica en él, que paliaba su dolor como si de la mejor de las medicinas se tratase.
Él no pertenecía a ese grupo de personas que deciden atarse a una persona, sea familiar, amante o amigo, por voluntad propia, pero sabía que aunque su compañero y alumno perdiera todas sus cualidades él seguiría manteniéndolo a su lado, por mucho que el muchacho se empeñara en pensar lo contrario. Él tampoco había hecho nada por cambiar aquellos pensamientos; no sabía ni cómo hacerlo ni si quería siquiera. Las cosas estaban bien tal y como estaban.
Poco a poco, el sueño fue venciéndolo, hasta que finalmente cayó en un apacible estado de duermevela que pronto se vio interrumpido por los torpes movimientos de su acompañante. Haku se retorcía en el interior del saco de dormir, con el rostro contraído en una mueca de sufrimiento. Sus delicadas facciones se veían alteradas por aquel ceño fruncido y nariz arrugada, producto de aquello que estuviera acosándolo en sueños. Creyó escuchar su nombre, pero no fue hasta minutos después que pudo corroborarlo.
_Señor Zabuza, por favor...
El aludido se incorporó y acercó su rostro ladeado al del chico. La voz de Haku era suave, hilada a partir de las mejores sedas, y siempre que hablaba lo hacía con un tono tan tranquilo y pausado que había sido capaz de apaciguar a la más fuera de las bestias. A él. Por eso le sorprendió escuchar la urgencia en su voz, la desesperación más absoluta que hacía fluctuar la voz de su compañero, y creyó que sus palabras eran lúcidas. Pero comprobó su equivocación cuando su voz siguió
El aludido se incorporó y acercó su rastro ladeado al del chico. La voz de Haku era suave, hilada a partir de las mejores sedas, y siempre que hablaba lo hacía con un tono tan tranquilo y pausado que había sido capaz de apaciguar a la más fiera de las bestias. A él. Por eso le sorprendió escuchar aquella urgencia teñida en una desesperación que hacía fluctuar la voz de su compañero y creyó que sus palabras eran lúcidas. Sin embargo, comprobó su equivocación cuando siguió balbuceando incoherencias entre las que pudo entender las palabras "utilidad", "nunca más" y un sinfín de súplicas y disculpas.
Zabuza negó con la cabeza y retiró los mechones húmedos que el sudor había adherido al rostro de Haku. No era la primera vez que lo escuchaba hablar en sueños, y mucho menos ser presa de una pesadilla, de modo que a esas alturas sabía perfectamente cómo actuar. El humor de su alumno decaía considerablmenete cuando sus demonios internos lo acosaban por las noches haciéndole rememorar el trágico pasado que había tenido que atravesar. Decidió intervenir.
— Haku —contraria a la voz de su alumno, la de Zabuza era grave y potente; el chico continuó retorciéndose en su lugar sin ser consciente de la presencia de su maestro— Haku... —repitió, moviendo al muchacho con toda la suavidad que fue capaz de reuinir.
Entonces, las alarmas se activaron en el cuerpo del enfermo, que se enderezó con rapidez y brusquedad y sostuvo con firmeza la muñeca del adulto, que nada hizo por detenerlo. Los ojos café de Haku, presos de un repentino pánico, tardaron de enfocar a su maestro en la penumbra. No soltó la muñeca de Zabuza en ningún momento; por el contrario, cuando se percató de que su sueño había sido únicamente eso, un sueño, se aferró a él con aún más fuerza, dispuesto a impedir que sus pesadillas se hicieran reales.
— Yo... Señor, yo...
— Ha sido una pesadilla, Haku —le interrumpió—. Acuéstate —Su voz sonó demandante y Zabuza, no acostumbrado a ese tipo de situación, se sorprendió ante la negativa del muchacho, que siempre lo seguía y obedecía sin rechistar sin importar lo que él hiciera o dijera—. Estás enfermo, chico, acuéstate.
— No, no lo entiende, señor, yo... ¡Yo...!
El hombre negó con la cabeza, callando así al desesperado muchacho que se aferraba a él como si la vida le fuera en ello. Nunca se lo había dicho, pero él hablaba en sueños más de lo que creía y aquella noche, preso del temor del abandono, no había sido una excepción.
— Haku, sí lo entiendo. Acuéstate.
No permitió que se resistiera. Tampoco estaba dispuesto a dar más explicaciones. Acercándose a él, Zabuza lo recostó sobre su propio cuerpo y apoyó la cabeza del chiquillo en su hombro, pasando un brazo por debajo de su cuello. Ya tumbados, Haku tembló entre sus brazos y simplemente se acurrucó. En su estado, tan débil como se sentía, no se veía capaz de evitar que su maestro se marchara. Aquel dolor psicológico se sumaba al malestar físico que llevaba sintiendo días. El resultado de toda aquella situación se manifestó en saladas fotas de agua deslizándose por su rostro.
El demonio, consciente de su llanto, ni se inmutó.No apretó el agarre entorno al cuerpo del muchacho, sino que cerró sus ojos y se ayudó de los sollozos del chico, regulares y profundos, para conciliar su propio sueño. Sabía que debía decirle, por una vez, que sus temores eran infundados, que jamás lo abandonaría, pero, como siempre, mantuvo silencio. Haku permaneció abrazado a Zabuza como el crío que en su día fue y que, a pesar de todo, aún era. Aspiró su aroma y cerró los ojos. Por mucho que se movieran por lo largo y ancho del mundo, aquel era su hogar, y éste olía a hierba y a madera.
Para cuando se hubo calmado, su maestro ya dormía plácidamente. Sentía su tranquilo respirar bajo su mejilla y el calor que su cuerpo desprendía derritió poco a poco el hielo que apresaba dolorosamente su corazón. Haku, aunque el demonio no hablara, también lo había entendido. Zabuza no le dejaría solo y eso era más de lo que merecía y podía pedir no en esta vida, sino en todas las que le siguieran.
     
 
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