Notes

Caminando por la misma vereda que todos los días, llevando la misma blusa blanca de todos los lunes, Anita bostezaba esa mañana sin sol, tratando de no llegar tarde al trabajo. De pronto, sintió que alguien la seguía, sintió miedo y sin pensarlo apuró el paso. Caminó dos o tres cuadras sin darse vuelta, por las dudas, hasta que no escuchó más el sonido de aquellos pasos que la inquietaban. Ya casi llegaba y trató de calmarse, pero su corazón latía fuertemente, y se había quedado casi sin aliento. A los cuarenta y pico, ya se había desacostumbrado al ritmo acelerado de antaño, la rutina de oficina la había convertido en un ser apacible y sedentario. Nada parecía poder cambiar su mundo. Nada, o al menos eso creía ella.
Ese día trascurrió con normalidad, las mismas caras, los mismos problemas, las mismas charlas insignificantes de todos los días, hasta que el reloj marcó la hora de salida. Pero a pesar de seguir la misma rutina de todos los días, ese día sería diferente porque alguien la esperaba. Al principio Anita no reconoció a ese hombre sonriente que la miraba fijo. Le parecía familiar, como aquellas melodías que suenan en la radio y uno siempre cree haberlas escuchado antes, pero no podía identificar aquellos ojos claros que no parecían haberla olvidado. Con desconfianza, sigilosamente se fue acercando, tratando de encontrar en su mente una cara que coincidiera con esos rasgos particulares. Nada. Era como si esa mirada le hubiera quitado todos los pensamientos.

No tuvimos respuestas porque no nos hicimos preguntas.



Hoy, un día como cualquiera, me desperté y no te encontré. Miré alrededor y no faltaba nada, ninguna cosa de la casa, ni el más mínimo adornito, pero me faltabas vos. De repente la casa parecía desnuda, oscura, solitaria. El silencio era enorme. Busqué el interruptor, intentando poner luz donde había sombras, pero ni eso funcionaba hoy. El corte de luz me dejó desolada. La luz se había llevado hasta el murmullo de tu radio, eternamente encendida. Me senté en la primer silla que encontré, pensando cómo, o por qué. Pero nadie me daba respuestas. Nadie podía, porque no había nadie. Mientras preparaba el café traté de recordar tus últimas palabras de anoche. Pero me di cuenta que no había. No había palabras de despedida, ni tan siquiera una última conversación que recordar, porque habías llegado cansado y silencioso, te serví la cena casi sin hablar, con el pan casero que sabía que te gustaba. Uno a uno fui recordando los detalles de esa última noche y los recuerdos me invadieron. Las lágrimas se agolparon en mis ojos, luché contra ellas en una lucha desigual, hasta que finalmente me sentí vencida y lloré. Lloré, porque sabía que aunque no lo habías decidido vos, ya no volverías.




Azul eléctrico
Cuando sus ojos azules se cerraron, lo primero que pensé es que no iba a verlos más. El azul glacial de sus ojos siempre me atrajo como un imán. Me quedaba minutos y hasta horas enteras mirando ese azul nítido. Poco me costó descubrir que no era la única que desvariaba ante esos bellísimos ojos. Lo peor de todo es que no sólo eran mujeres. Los hombres también se paraban para verlo pasar. Y él parecía notar la admiración que causaba en casi toda persona que lo veía. Por momentos quería esconderlo, para que nadie lo vea, para que nadie quiera arrebatarme ese azul hipnotizante. Pero en el fondo estaba muy orgullosa. Casi como si yo lo hubiera creado. Lástima que ahora no funcionan las luces azules que le hice colocar a mi auto nuevo. ¿Alguien me puede recomendar un buen electricista?