Notes

Los miedos de mamá
Mamá. Cuando decimos mamá solemos evocar un ser dulce, tal vez con carácter firme, pero que siempre nos trae una sensación de seguridad, de alguien que te cuida, casi como un ángel. O al menos, es lo que le pasa a la mayoría de las personas. No es mi caso. O al menos, no recuerdo que me provoque sentimientos de dulzura o de seguridad. De chica creía que su mundo era real. Hasta que crecí y pude darle un nombre a su enfermedad. Pero no voy a contarles el nombre científico de la enfermedad, porque ni siquiera lo recuerdo, sino los efectos sobre mi persona. Que son múltiples y variados.
A pesar de conocer científicamente los orígenes de sus miedos, no he podido despegarme de ellos. Me persiguen también a mí. He aprendido a domar a la mayoría, pero otros me sorprenden día a día. El primer miedo que creo que me contagió fue el miedo a la oscuridad, a tal punto que terminé dándole una razón lógica para existir. Me inventé la excusa de que mi miedo a la oscuridad nació por mis problemas visuales, que me causaban terror a perder el sentido de la vista en algún futuro cercano. Hasta el día de hoy me persigue ese miedo, que se acrecienta cuando algo estresante me invade. A veces suelo necesitar una luz encendida durante toda la noche para poder dormir. Como si la luz me protegiera de ese monstruo oscuro que me puede atacar de noche. Una luz, por mínima que sea, es suficiente para auyentar mis miedos, aunque sea por unas horas. Si llego a despertarme y la luz se ha desvanecido, puedo alcanzar los niveles más altos de adrenalina en cuestión de segundos. Creo que es el más irracional de todos mis miedos, pero llegué a la conclusión de que no quiero despegarme de él.
Luego el miedo a quedarme sola en la vida, a no encontrar un compañero, me impulsó a aceptar sin chistar al primer hombre que me ofreció seguridad.
El miedo a los accidentes de tránsito también fue creciendo con los años, y con las publicidades encubiertas en los noticieros. Hasta que aprendí a conducir, y esos miedos crecieron exponencialmente. Con los años aprendí a mantenerlos a raya, enseñándoles mis habilidades de manejo. Creo haberlos superado, pero ojo, con los miedos nunca se sabe.
Pero creo que el miedo que más a ella la aterra es el de la soledad. Quedarse sola en la casa es como un suicidio lento. Jamás en su vida soportó esa tortura, si por algún motivo debe quedarse sola, sale de la casa y se queda en la puerta, o va a algún negocio, o a la casa de otra persona. Pero una casa vacía es el más grande desafío que mi madre nunca pudo superar. Creo que es el único miedo en que le gané, yo adoro que mi casa esté vacía, tal vez por la ironía de ser dueña de todo, aunque sea por un momento. Y lo llamo ironía, porque todas las cosas que están en la casa las compré yo, y sin embargo, jamás sentí que mi casa me perteneciera. Es como si tuviera entidad propia, y quisiera ser poseída por la persona que más la amaba: mi marido. Y era un amor correspondido. El la cuidaba en todos sus detalles, y ella le devolvía la mirada con amor. Yo era casi una extaña en mi propia casa. He llegado a amenazarlo con dejarlo e irme a vivir a otro lado, pero eso no le cambió la actitud. Es como si la casa lo tuviera dominado. Nunca supo explicar por qué quería quedarse allí. Ni yo tampoco podía decir en voz alta los celos que le tenía. Sin embargo, cuando estaba yo sola, era la reina de la casa, y nada ni nadie me podía quitar esa felicidad.
Mamá decía que su madre la hacía sentir mal. Que sus hermanos querían aprovecharse de ella. Y yo le creía. Porque era completamente creíble. Uno de mis tíos es pastor evangélico. Pero por dentro guarda más rencor que el más malvado de los ladrones que conozco. No es feliz en su vida, sólo con mirar que la persona de al lado tiene algo que él no posee. Ya se trate de algo material, como de una habilidad o un don. Siempre creí que era un bueno para nada. He llegado a comprobar que no sabía ni elegirse la ropa para vestir, ni comprarse un par de zapatos. Creo que lo único que sabía hacer era leer. Y mentir. En eso sí era un experto. Y sonreir falsamente. Bueno, al fin y al cabo, tenía unos cuantos dones. Pero yo en su lugar los daría. Esto también lo heredé de mi madre, la no simpatía por mi tío, el mayor.
El menor de mis tíos es la esquina opuesta de la misma moneda. Es pura dulzura, es sincero, hasta que tenemos que hablar de dinero. Ahí cambia la bondad por un silencio oscuro. Toda mi vida dije que era mi tío preferido, y de hecho lo es. Porque dentro de mis tíos es lo mejor que tengo. Casi diría que lo más parecido a un ángel que he conocido. Con ese concepto, mi otro tío vendría a ser como el demonio, aunque intente mostrarse al mundo como un santo.
Mi madre cree que ambos se unen para volverla loca. Y lo logran, aunque no estoy tan segura de que sea el propósito. Creo que el fin que buscan es aprovecharse de las situaciones para su propio beneficio. Digamos que mi madre no está tan errada, pero no en el sentido de ellos busquen su mal, pero es que tampoco buscan su bien.
Si tuviera que decir que mi madre es especialista en algo, podría afirmar que es especialista en miedos. Y en tejer velozmente, hay que admitirlo. Ha llegado a tejer un pullover entero en dos días. Pero los miedos son eso que la maneja todos los días de su vida. Yo creo que secretamente los alimenta. Y creen en forma irregular dentro de su cabeza.
Recuerdo que cuando era chica, en sus peores momentos mi madre no nos dejaba dormir. Nos mandaba a la cama, nos arropaba, se sentaba al borde de ella y nos miraba dormir. Pero cuando lográbamos mantener los ojos cerrados por dos o tres minutos, nos zamarreaba suavemente para asegurarse de que estuviéramos vivos. Una vez que se cercioaba de que no nos habíamos muerto, nos mandaba de nuevo a dormir. Eso podía repetirse por varias horas. Creo que terminé durmiendo con un ojo abierto, para evitar los zamarreos.
Otra época los miedos la impulsaban a salir de la casa. Mi hermano y yo debíamos cuidarla. Ahi se nos hizo útil eso de dormir con un ojo abierto. Para poder cuidarla, y que los vecinos no pudieran decir: "ahí viene la loca". Porque ella vagaba sin rumbo y sin medir sus palabras. Nos hicimos famosos en el barrio, tristemente famosos.
Pero la multitud de miedos no terminaba allí. Sus miedos eran innumerables. A esta altura de mi vida, aprendí hasta a clasificarlos. Y también a justificarlos, cuando me atacan a mí. No los combato, me resigno y los admiro. Los admiro por haber hecho de mi madre la persona que es. Y haberme empujado a superarme separándome de ella lo más posible. Crecí a la sombra de los miedos de mi madre. Huyendo de ellos, y admirándolos a la distancia. Y cuando me vienen a buscar, los acaricio un poco.
Hay un miedo en particular que me atrapa, que creo que no ha perseguido a mi madre, es propiedad exclusiva de mi ser. Aunque lo puedan tener otras personas, creo no haberlo heredado, lo he criado yo solita. Es el miedo a terminar loca como mi madre. Esa clase de locura que entiendo tan bien y que aprendí a repeler.
Mamá ha probado muchas recetas para combatir los miedos, la más temeraria fue probar una combinación no recomendada de dosis de somníferos. Escondía los blisters de sus pastillas en algún lugar ingenioso, para que nadie se diera cuenta de su picardía. Pero su estado comatoso la delataba. Más de una vez me tocó sufrir pacientemente en la sala de espera de la guardia, escuchando sus gritos desgarradores mientras le practicaban un muy necesario lavaje de estómago. No creo necesario aclarar que me mantengo lo más alejada posible de todo tipo de medicamentos, a fin de evitar terminar como mi madre. A veces uno aprende a fuerza de ejemplos, a veces de buenos ejemplos, otras veces de malos ejemplos. Pero aprende al fin.