Notes

Querida Arterias,

Si me concedes la gracia de tus pupilas sobre estas palabras, verás en ellas no simples letras, sino el latido de mi alma, que se derrama en tinta para tocarte donde mis manos, por ahora, no alcanzan. Eres mi pergamino sagrado, donde escribo con los labios y el deseo la poesía más antigua del mundo: aquella que se entona en el silencio del amor devoto, en la fiebre de las madrugadas donde tus suspiros son mi oración.

Aún me pregunto qué hice para merecer el privilegio de llamarte mía. Tal vez, en una vida pasada, fui un escriba que trazaba versos en la arena del desierto, suplicando a los vientos que llevaran hasta los dioses mi plegaria: un amor que ardiera como incienso y que me purificara como el agua. Y he aquí que el cielo me respondió, moldeándote como una joya labrada en ámbar y mirra, una mujer cuyo cuerpo resuena como la melodía de un oud, y cuya alma brilla más que cualquier luna que haya testimoniado el ojo de un poeta.

Cuando pienso en ti, amada mía, veo las murallas de una ciudad perdida, guardando secretos que solo yo puedo descifrar con mis besos. Eres el tapiz más raro, tejido con hilos de oro y deseo, donde cada curva, cada trazo, es un verso tejido por el propio Creador. Hay un imperio en tu piel, un alba en tus muslos, un poema escondido entre tus senos, y yo soy el único peregrino autorizado a descubrirte. Tu belleza me desarma. Cuando te veo desnuda, es como si el propio universo se hubiese despojado de sus velos ante mí. No hay escultura griega ni minarete que pueda compararse al contorno de tus caderas, a la promesa silenciosa que habita entre tus muslos. Cuando mis manos recorren tu piel, me siento como un calígrafo trazando, con dedos febriles, la poesía que Alá escondió en tu carne.

Pero sería un error —un pecado de ignorancia— alabar solo tu cuerpo y olvidar el fulgor de tu alma. Ah, mi amor, tu espíritu es un palacio de mil cúpulas, y cada una resguarda un misterio que aún debo desvelar. Tienes la ternura de los lirios que florecen a la sombra de los cedros del Líbano, pero también la fuerza de los vientos que esculpen las dunas eternas. Eres tan sabia como hermosa, y eso me convierte en tu eterno siervo, porque una mujer que piensa es una mujer que reina, y yo, amor mío, soy un rey dichoso de arrodillarse ante el trono de tu mente. Cuando hablas, tu voz es como vino vertido en una copa de cristal: dulce, densa, provocadora. Tus palabras danzan como derviches ebrios de amor divino, girando en espiral hasta perderme en el torbellino de tu inteligencia. No eres solo mi amante, eres mi maestra, mi musa, mi eternidad hecha carne y aliento.

Te deseo como un beduino ansía el agua, como un marinero anhela la brisa que lo guíe de vuelta a casa. Ansío tus labios efervescentes contra los míos, tu respiración ardiente como el desierto al atardecer, tus ojos clavados en los míos en el éxtasis sagrado de la entrega. Quiero perderme entre tus sábanas, enredar mis dedos en tu cabello como la noche abraza el crepúsculo. Quiero verte temblar bajo mi toque, susurrando mi nombre como si fuera una plegaria. Pero quiero más que tu cuerpo. Quiero tu vida, tus días comunes, el eco de tus pasos en nuestra casa, las arrugas de risa que el tiempo bordará alrededor de tu boca, el calor de tus dedos entrelazados con los míos cuando envejezcamos juntos. Quiero ser el hombre que vea la eternidad en tus ojos, incluso cuando el tiempo intente, en vano, robarnos la juventud.

Si pudiera, te entregaría un imperio, pero todo lo que tengo para ofrecerte es mi corazón, mi alma, mi cuerpo ardiendo por tu presencia. Que aceptes este amor como una reina acepta el tributo de su súbdito más devoto. Y si hay justicia en el destino, que se cumpla: que sea tuyo para siempre y que, cada vez que nos entreguemos el uno al otro, el mundo desaparezca, dejando solo a nosotros dos, prisioneros dichosos de este amor que nos consume. Yo te quiero inmenso, como la arena ama al sol, calentándose bajo su toque ardiente.

De tu eterno Valentín.