Notes
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-Sessiya otlozhena!* (¡Se levanta la sesión!)
Todos los sentados se levantaron y los que estábamos de pie nos erguimos. Todos adoptamos una pose solemne y alzamos el puño. En un instante más de cien voces cantaron conjuntamente su himno. El himno del Partido. Fue un momento emotivo para todos. Las voces de esos hombres y mujeres congregados en la clandestinidad de una granja a las afueras de Oriol retumbaron en la estancia con una fuerza increíble.
Las pacas de heno habían servido de asiento a los asistentes e incluso algunos se habían dispuesto en las gallineras. No había sido muy cómodo, pero escuchar las palabras que los camaradas de alto rango tenían que decirnos tenía un efecto relajante y apaciguador así que nadie se quejó.
El granero estaba cargado de humo y costaba respirar algo que no oliese a sudor o tabaco. Era verano, y aunque esto fuese en Rusia hacía calor. Mucho calor.
A mí nunca me había interesado la política. Me conformaba con mi estatus social y que hubiese un zar o no me daba absolutamente igual.
No iba a esas estúpidas reuniones para escuchar las tonterías que soltaban por la boca los uniformados cargos del Partido; la mía era una razón mucho más poderosa y bonita: estaba perdidamente enamorado de una muchacha que sí creía en la futura sociedad comunista que pregonaban. Su nombre era Elena, pero todos la llamaban Lena.
Y ahí estaba yo: entre cánticos y discursos cargados de odio hacia los opresores mi atención se centraba únicamente en ella.
Era hermosa: alta, con pelo castaño claro recogido en un moño, llevaba una larga falda que le llegaba hasta los talones y un camisón debajo de un maravilloso corsé.
Alzaba el puño como la que más y cantaba tan alto que me parecía escucharle entre el resto del coro.
Una vez cantado el himno nos dirigimos afuera. Yo me encontraba en medio de la estancia así que tardaría en salir. Lena estaba cerca. La gente empezó a caminar tranquilamente hacia el portón. Cuando me separaban unos veinte metros de la salida decidí acercarme a ella para entablar conversación. Ya habíamos hablado alguna vez, pero nunca me había tenido demasiado en cuenta.
Atravesé el gentío, que hablaba de la cosecha, las cooperativas... y llegué hasta ella, que afortunadamente estaba sola así pude abordarla sin preocuparme por el resto.
-¡Priviet! ¿Cómo estás Lena?
-¡Ah! ¡Priviet!- respondió con una radiante sonrisa mientras sus preciosos ojos azules se posaban sobre los míos-. Muy bien. ¿Y tú, Andrey?
¡Se acordaba de mi nombre! La gente iba saliendo por la enorme puerta y se empezaron a escuchar motores, tal vez de los coches de los asistentes.
-¡Genial! Ahora que cada vez estamos más cerca de acabar con los enemigos del pueblo...- dije.
-Sí... Espero que llegue pronto, no soporto más ver sufrir a mis hermanos.
Iba a decirle algo pero de pronto los que teníamos enfrente comenzaron a agitarse y a gritar. Un instante después empecé a escuchar disparos.
Instintivamente cogí a Lena por la mano y comencé a correr hacia el interior del granero; el resto de la gente nos haría de escudo. En ese momento no me fijé, pero los tiros abatían y mataban sin parar y la sangre ya cubría el suelo y corríamos sobre cadáveres y gente que se tumbaba para evitar el plomo.
Algunos valientes, o insensatos, intentaron enfrentarse a los soldados del zar, pero, evidentemente, fueron asesinados.
Lena y yo nos escondimos detrás de unas maderas mientras buscábamos alguna vía de escape. Su respiración estaba entrecortada y su pecho subía y bajaba sin parar.
No había ningún agujero, ni una ventana. Nada. Decidí actuar, así que me levanté y comencé a golpear la pared de madera, en gran parte podrida.
Mi atención estaba totalmente centrada en destruir las maderas, para lo cual me hubiese roto las piernas si hubiese sido necesario. Por suerte, las tablas cedieron al poco de empezar la maniobra y pude ver el exterior.
Le indiqué a Lena que me siguiera, y así lo hizo. Cuando íbamos a salir me asaltó la idea de que tal vez habría soldados aguardando en los alrededores de la granja. ¿Pero qué otra cosa podíamos hacer? Le cogí de nuevo de la mano y salimos afuera.
Los disparos se oían a ráfagas, dado que la gran mayoría de los comunistas ya había muerto.
Inspeccioné el terreno y no vi a nadie cerca, así que empezamos a correr de camino a la salida. Nos adentramos en un campo de trigo que nos cubría en gran parte y proseguimos la huida.
Seguimos andando agachados hasta que nos encontramos cerca de la casa del granjero. Nos paramos en seco para observar que los ojos no nos estaban engañando: había un árbol con un tronco muy grueso, con las ramas secas y sin hojas del cual el granjero, su mujer y sus tres hijos estaban ahorcados con la mitad inferior del cuerpo seccionada; la caja de las tripas les colgaba un par de metros. Fue en ese mismo instante en el que declaré la guerra al zar y a todo lo que representaba su vil y despiadada figura.
Miré a Elena: estaba aterrada. Sus ojos azules se habían tornado grises y su juvenil sonrisa se había esfumado junto con la vida de esa gente.
Debajo del árbol había un soldado con un fusil custodiando la casa. Fumaba mientras observaba la atrocidad; parecía impertérrito y hasta contento al ver esos cuerpos mutilados. Sentí tanta rabia que decidí castigarle.
Le dije a Lena que se quedase agachada en los campos y me dirigí a hurtadillas hasta la parte trasera de la vivienda. Inspeccioné el interior para ver si había más soldados: ese malnacido estaba solo. Desde cerca, se podía ver que los ojos de los ajusticiados estaban fuera de sus órbitas, a punto de estallar. Me acerqué lentamente y en silencio y saqué mi queridísima navaja suiza, un regalo de un amigo, del bolsillo.
Unos cinco minutos después me encontraba de nuevo con Lena, pero esta vez con un fusil y la cartera de ese soldado. Sin entrar en detalles, solo diré que se me rompió la navaja de la cantidad ingente de puñaladas que recibió ese desgraciado.
Los militares eran bastante inútiles, y no controlaron que nadie se escapase, cosa que aprovechamos Lena y yo para correr en libertad. Nos dirigimos, campo a través, hacia el pueblo. Allí seguro que encontraríamos refugio o al menos no podrían vincularnos con la reunión.
Corrimos dejando atrás campos de cultivo hasta que encontramos un carro tirado por dos caballos avanzando por el camino de tierra. Preguntamos al dueño si nos podría llevar a Oriol y este, tras inspeccionar cuidadosamente el fusil, asintió. Nos subimos en los asientos traseros y dejamos que los caballos hicieran el resto. Mientras intentábamos relajarnos comencé a mirarla disimuladamente, haciendo ver que miraba el paisaje. Seguía, pese a tener la ropa hecha jirones, la cara sucia y el pelo desordenado, preciosa. Tal vez más que nunca.
-Spasiva- dijo de repente.
Me chocó bastante que me diera las gracias; sé que me las merecía, pero no me lo esperaba de ningún modo.
-De nada. Era mi deber como caballero- respondí visiblemente cortado y agotado por la huida.
No nos dirigimos la palabra durante el resto del viaje y, sinceramente, doy gracias a que fue así; necesitaba asimilar todo lo acontecido y que acababa de matar un ser humano.
Continuará...
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