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Capítulo 6

-Vamos a ver- el general Linn se sentó en una silla de madera y desplegó la nota de la flecha en la mesa de su tienda-. ¿Alguien tiene alguna idea de qué quiere decir esto?- su voz era ronca y grave, perfecta para su rango.
El papel estaba sucio y tenía dobleces por todas partes. En la mesa compartía espacio con mapas del continente e informes de batallas que se estaban sucediendo: todas habían terminado en derrota.
Los oficiales que acompañaban al general se miraron unos a otros. Sus armaduras con broches dorados y distintivos militares enviaban destellos en todas direcciones.
-Supongo que en la ciudad habrá alguien que pueda ayudarnos- respondió el comandante Asensi.
El general se acarició la barba en pose pensativa.
-Esta ciudad es muy pequeña y pobre- alegó el alférez Kerouac-. No disponen ni de lo necesario para vivir; no creo que viva aquí nadie con conocimientos tan complejos.
El teniente coronel Vallverdú carraspeó:
-¿Y si pedimos que nos envíen un escriba o algún sabio que pueda identificar la escritura? Seguro que en cualquier reino de la Coalición habrá alguien capacitado...
Todos los oficiales asintieron y esperaron la decisión del general.
-Tardarían demasiado en llegar... Y no tenemos demasiado tiempo. Tengo órdenes de llegar a Silvérgola en quince días, y desde allí, marchar hacia el frente.
-Entonces- Kerouac volvió a intervenir-, si se me permite, dígale al erudito que marche hacia Silvérgola y que espere nuestra llegada. El camino es complicado y lleno de peligros, pero es lo único que se me ocurre.
-Me parece una buena solución- respondió Linn- No sé cómo no se nos había ocurrido antes, es elemental. Ya les diremos que envíen una escolta junto con ese hombre. Ahora- continuó-, otros asuntos de más importancia.
Los oficiales, viendo que sería largo, tomaron asiento alrededor de la mesa.
-Las Cumbres se han hecho con el control de varios fuertes más en la zona norte del continente. Si se fijan en el mapa- los oficiales acercaron sus cabezas al dibujo de la mesa-, pueden ver que pretenden rodear a esta gente- dijo señalando una sección del mismo-. Nuestra misión es llegar a este punto del frente y evitar que sigan cercando a esos reinos, al menos mientras estén evacuando a los civiles.
El general tomó aire y miró a sus subalternos, que asentían tras escuchar la empresa que debían llevar a cabo.
Parecía increíble que las Cumbres estuviesen avanzando tan rápido y con tanta facilidad en su conquista. Los informes que tenía Linn en una mesilla junto a una pluma evidenciaban las cuantiosas bajas que estaban teniendo los reinos de la Coalición.

-Como no podía ser de otra manera- continuó el general- hay varios reinos que se han unido a nuestros enemigos. De momento no son muchos, pero esperamos que cada vez sean más los reyes que decidan aliarse con esos bárbaros y así evitar las futuras represalias.
Los miembros del consejo mostraron caras de asco y preocupación al escuchar que se les sumaba otro enemigo.
-Por ahora no tenemos ninguna orden de atacar a esos traidores; estoy esperando una carta de Su Majestad que me indique si debo separar el Ejército y enviar alguna división.

Una hora después salieron los oficiales de la tienda del general camino a sus camas. Las deliberaciones eran agotadoras y todos presentaban caras de sueño. Se despidieron con saludos militares y cada uno se fue a su tienda.
El campamento estaba tranquilo; se oían ronquidos de los soldados agotados y los caballos relinchaban en la lejanía. Algunos hombres ataviados con armaduras paseaban por la inmediaciones con enormes lanzas dispuestas a atravesar a cualquiera que supusiese un peligro.
A lo lejos se veían las murallas de Miyagi, cubiertas por sus enredaderas, que se cortaban al llegar a un escarpado e impracticable monte que hacía inexpugnable la ciudad por todo ese flanco.
El alférez Kerouac estuvo andando un rato pensando en la campaña que tenían por delante. Le dolía pensar que en la primera batalla que tuviese lugar muchos de los hombres que tenía durmiendo a su alrededor morirían irremediablemente...


José se despertó de repente con un respingo, juraría haber oído un estruendo. Tras algunos instantes de desorientación, miró a su alrededor. La vela se había consumido y estaba encima de la mesa. Eduardo roncaba en la cama contigua a él.
Se levantó y miró por la ventana. El patio trasero del hostal se dejó ver en la oscuridad.
Parecía que alguien hubiese intentado plantar y hacer crecer césped, pero había más calvas que hierba. Un árbol solitario se erigía al lado de la valla y extendía sus estrambóticas ramas en todas direcciones. Cazuelas rotas y troncos para leña se esparramaban por el suelo.
José abandonó la ventana y anduvo por la habitación. En el piso de abajo se oían ruidos débiles de metales y algún que otro bote de cristal chocando con sus hermanos.
Decidió bajar a ver qué era ese ruido.
Abrió la puerta y ante él apareció el pasillo. Con la puerta de su habitación abierta se oían más nítidos los sonidos de la recepción. Atravesó el pasillo no sin antes coger su espada corta y se dirigió hacia las escaleras.
Cuando llegó al primer escalón no pudo creerlo: el casero estaba en el suelo, muerto, al parecer, por un golpe en la cabeza. La sangre brotaba de la herida y caía escaleras abajo. Su mano se aferraba a un pequeño puñal que debía haber usado para defenderse, en vano.
El soldado desenfundó la espada en silencio. Cuando hubo acabado escuchó una voz detrás:
-¡Hey! ¿Qué haces despierto? ¡¿Y esa espada?!
Se giró y, efectivamente, era Eduardo. Se había despertado tras José abrir la puerta.
El soldado le hizo señas para indicarle que debía callarse. Eduardo lo entendió, aunque ya era tarde: los intrusos se había percatado de su presencia.
Los ruidos del robo cesaron y se podía oír algún cuchicheo en la planta baja. José se asomó a las escaleras y vio a dos hombres empuñando enormes garrotes y machetes ataviados con ropa de cuero y con la cara cubierta por una espesa barba uno de ellos y por un pañuelo el otro...
     
 
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