Notes

Uno de los clásicos de la familia Léaud era la increíble, pero auto-perjudicial característica de entrar en negación. Las razones eran muchas, pero el resultado siempre tendía a ser el mismo si se trataba de la familia canadiense.
En el caso mío, que lamentablemente tendí a ser un Léaud más por mero azar, la situación no era diferente. Digo, si quedarse viendo videos (que ya habías visto), desparramado sobre el sofá cual saco de papas mientras fumas un cigarrillo, a sabiendas de que debías estar camino a casa de la chica que del sólo pensarla te hacía perderte en el espacio… sí, creo que a eso se le podría llamar entrar en negación.
Y es que mi situación era entendible, jodidamente entendible: si se trataba de una chica que lucía guapísima, genuinamente divertida, y lo más terrible, muy inteligente… los nervios me iban a atacar. Y no, yo no era un tipo de ponerme a sudar y reír de forma extraña cuando la psique me jugaba en contra. Mis mecanismos de defensa eran… un poco más raros, más característicos. “Más Chandler”, como decíamos con Al. Y mientras me dignaba a salir del departamento luciendo un poco más decente, fui consciente de lo increíblemente nervioso que Jane me tenía.
Claro, camino a donde ella trataba de manejarlo: no chistes raros, me decía, no auto-piropos para mantener intacto el ego, nada de eso. Lo tenía en la mente. Lo sabía. Pero había algo que me tenía ahí, constantemente ansioso y medio ido. No era la combinación de mi camiseta blanca con la de cuadros burdeo encima. Tampoco era mi cabello ligeramente desordenado porque no, me gustaba lucir bien y sabía que así funcionaba. No, era algo… nuevo. Y no tenía ni una mínima idea de qué era.
Cuando me enfrenté a la puerta de Jane, tampoco supe la respuesta, porque sinceramente, y bien en el fondo, no me importaba. Lo único que tenía en mente era llegar y verla al fin, sonreírle como tanto me había provocado hacerlo y pedirle la recompensa por no salir a nuestra cita mañana. Porque Dios, de dónde salían estas ganas de tomarle su rostro y besarla hasta el hartazgo.
Por eso que, apenas pude, toqué la puerta con mis nudillos. Ni siquiera me detuve a vacilar como siempre lo hacía, como cada vez que mi instinto cartesiano-estructuralista me obligaba a desmantelar toda la situación para analizarla de inicio a fin. Y es que estaba nervioso, sí. Jane me tenía nervioso. Y no, no sabía bien el porqué, más allá de lo obvio. Mientras mi mano se apoyaba en el borde de la puerta y con la otra pasaba de un lado al otro el inicio de mi teléfono de la pura necesidad de divagar el presente, no sabía por qué.
Es por eso que, cuando abrió su puerta y me encontré con sus ojos, quedé medio bobo, logrando únicamente a limitarme a decir:
—Vine por mis besos, a contarte mi pesadilla, a cocinar comida rica y a hacerte reír… Y bueno, quizá otras cosas más, pero por sobre todo, vine por mis besos.
Y le sonreí, al fin.