Notes

Cuando llegó a casa, se encontró la casa vacía. Todo en silencio, a oscuras, ni el perro aparecía por ningún lado. Intrigada, preocupada, con la esperanza flotando por encima de su cabeza, fue hasta el fondo del jardín, tratando de no pensar en las cosas que podrían pasar.
De repente, Cucho alzó la cabeza y se puso a ladrar como loco, sin reconocerla casi. Suspiró de alivio cuando el perro la reconoció, y con alegría le hacía fiestas, saltaba, giraba, lloraba de alegría, al menos alguien se alegraba de su llegada.
Un poco más serena se decidió a entrar nuevamente a la casa, tratando de sopesar las alternativas que podían hacer que Eduardo no estuviera en casa, y no le hubiera avisado que salía. Pocas cosas la inquietaban tanto como las salidas inexplicables de su marido en los últimos días.
En los buenos tiempos, no solía ausentarse sin motivos, y si salía siempre le avisaba, aunque fuera hasta la esquina. Pero antes no era necesario esos avisos, porque ella confiaba completamente en su marido.
Pero eso había cambiado. Desde que lo dieron de alta, él necesitaba más cuidados que nunca, y sin embargo, se escapaba a menudo sin dar motivos ni explicaciones. Y cuando Ana lo interrogaba, él evadía las respuestas con un ambiguo "por ahí". Por ahí... por ahí... no es fácil encauzar a un adulto que no quiere que lo controlen. Pero Ana temía por su salud, más que otras cosas.
Al entrar al living-comedor y prender la luz, vio un papel sobre la mesa. Quiso pensar que eso no era una carta de despedida, pero era fácil adivinar que sí lo era. Sin atreverse a tocarlo siquiera, se acercó cautelosamente, como si fuera una bomba a punto de explotar. Inmediatamente reconoció la letra desgarbada de Eduardo, pero no quería leerla. Dejó el papel reposando sobre la mesa, y se dirigió a la cocina.
Necesitaba encontrar algo fuerte que le diera valor para enfrentar eso que se imaginaba. Hace unas semanas venía viendo venir ese final. De todas formas, encontrar una botella de alguna bebida espirituosa iba a ser un gran alivio. De todas las botellas, la que más le gustó para iniciar el camino de la perdición fue una de etiqueta negra, que le prometía sin palabras una forma de relax que nunca había probado. Desenroscó la tapa, rompiendo suavemente el precinto. Buscó un vaso que sabía que no coincidía con el ideal para esa bebida, pero para esta ocación no iba a tener esas contemplaciones. Bebió rápidamente el contenido, haciendo una mueca que mezclaba asco y escalofríos. No recordaba haber probado whisky anteriormente, y empezó a pensar que no era una buena idea. Como ya había empezado con la tarea, se sirvió otra medida y se lo tomó de un solo trago. Sacudió la cabeza. Y tomando impulso, como si fuera a correr una maratón, se dirigió al comedor a leer la carta de Eduardo.