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I cut your nails and comb your hair
I carry you down the stairs
I wanted to see right through from the other side
I wanted to walk a trail with no end in sight
The moment we believe that we have never met
Another kind of love it's easy to forget
When we are all alone then we do both agree
We have a thing in common this was meant to be
You close my eyes and soothe my ears
You heal my wounds and dry my tears
On the inside of this marble house I grow
And the seeds I sow will grow up prisoners too
The moment we believe that we have never met
Another kind of love it's easy to forget
When we are all alone then we do both agree
We have a thing in common this was meant to be
Now where's your shoulder
What is its name
What's your scent
Say it again
If it goes faster can you still follow me
It must be safe when it's on TV
I raise my hands to heaven for curiosity
I don't know what to ask for
What has it got for me
The others say we're hiding
It's as forward as can be
Some things I do for money
Some things I do for free
Tertuliano Máximo Afonso está en casa, tiene en la cara
una expresión de duda, nada grave, sin embargo, no es la
primera vez que le sucede esto, contemplar el balanceo de la
voluntad entre emplear su tiempo preparando algo de comer,
lo que, generalmente, no significa más esfuerzo que abrir una
lata y poner en la lumbre el contenido, o la alternativa de salir
a cenar a un restaurante cercano, donde ya es conocido por la
poca consideración que demuestra por la carta, no por actitudes
soberbias de cliente insatisfecho, sino por indiferencia,
abstracción, por pereza de tener que escoger un plato entre los
que le proponen en la corta lista de sobra conocida. Le refuerza
la conveniencia de no salir de casa el hecho de haberse traído
trabajo del instituto, los últimos ejercicios de sus alumnos,
que deberá leer con atención y corregir siempre que atenten
peligrosamente contra las verdades enseñadas o se permitan
excesivas libertades de interpretación. La Historia que
Tertuliano Máximo Afonso tiene la misión de enseñar es como
un bonsái al que de vez en cuando se aparan las raíces para
que no crezca, una miniatura infantil del gigantesco árbol de
los lugares y del tiempo, y de cuanto en ellos va sucediendo,
miramos, vemos la desigualdad de tamaño y ahí nos quedamos,
pasamos por alto otras diferencias no menos notables, por
ejemplo, ningún ave, ningún pájaro, ni siquiera el diminuto
picaflor, conseguiría hacer nido en las ramas de un bonsái, y si es
verdad que bajo su pequeña sombra, suponiéndolo provisto de
suficiente frondosidad, puede acogerse una lagartija, lo más seguro
es que al reptil le quede la punta del rabo fuera. La Historia que
Tertuliano Máximo Afonso enseña, él mismo lo reconoce y no
tiene inconveniente en confesarlo si le preguntan, tiene una enorme
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cantidad de rabos fuera, algunos todavía agitándose, otros ya
reducidos a una piel arrugosa con un collarcito de vértebras sueltas
dentro. Acordándose de la conversación con el colega, pensó,
Las Matemáticas vienen de otro planeta cerebral, en las
Matemáticas los rabos de lagartija sólo serían abstracciones. Sacó
los papeles de la cartera y los colocó sobre el escritorio, sacó
también la cinta de Quien no se amaña no se apaña, ahí estaban
las dos ocupaciones a las que podría dedicar la velada de hoy,
corregir los ejercicios, ver la película, aunque sospechaba que el
tiempo no daría para todo, ya que no solía ni le gustaba trabajar
noche adentro. La urgencia de revisar las pruebas de los alumnos
no era sangría desatada, la urgencia de ver la película, ésa no era
ninguna. Será mejor seguir con el libro que estaba leyendo, pensó.
Después de haber pasado por el cuarto de baño fue al dormitorio
a cambiarse de ropa, se mudó de zapatos y pantalones, se puso un
jersey sobre la camisa, dejándose la corbata porque no le gustaba
verse desgolletado, y entró en la cocina. Sacó de un armario tres
latas de diferentes comidas, y como no supo por cuál decidirse,
echó mano, que decida la suerte, de una incomprensible y casi
olvidada cantinela de infancia que muchas veces, en aquellos
tiempos, lo dejaba fuera de juego, y que rezaba así, san roque, san
rocó, al que le toque, le tocó, le salió un guiso de carne, que no era
lo que más le apetecía, pero pensó que no debía contrariar al
destino. Cenó en la cocina, empujando con una copa de vino tinto,
y, cuando terminó, casi sin haberlo pensado, repitió la cantinela
con tres migajas de pan, la de la izquierda, que era el libro, la de
en medio, que eran los ejercicios, la de la derecha, que era la
película. Ganó Quien no se amaña no se apaña, está visto que lo
que tiene que ser, tiene que ser, y tiene mucha fuerza, no merece la
pena jugar con el sino, lo que está de Dios a la mano viene. Esto
es lo que generalmente se dice, y, porque se dice generalmente,
aceptamos la sentencia sin mayor discusión, cuando nuestro deber
de personas libres sería cuestionar con energía un destino despótico
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metáforas obvias, del tipo blanco es, la gallina lo pone,
todo se limitaba a un caso de frenética ambición personal
que la actriz joven y guapa encarnaba de la mejor manera
que le habían enseñado, salpicado el dicho caso de
malentendidos, maniobras, desencuentros y equívocos, en
medio de los cuales, por desgracia, la depresión de
Tertuliano Máximo Afonso no consiguió encontrar el menor
lenitivo. Cuando la película terminó, Tertuliano estaba más
irritado consigo mismo que con el colega. A éste le
disculpaba la buena intención, pero a él, que ya tenía edad
para no andar corriendo detrás de quimeras, lo que le dolía,
como les sucede siempre a los ingenuos, era eso mismo, su
ingenuidad. En voz alta dijo, Mañana
voy a devolver esta
mierda, esta vez no hubo sorpresa, sintió que le asistía el
derecho a desahogarse por vía grosera, y, además, hay que
tener en consideración que ésta sólo es la segunda indecencia
que deja escapar en las últimas semanas, y la primera, para
colmo, fue de pensamiento, lo que es sólo de pensamiento no
cuenta. Miró el reloj y vio que todavía no eran las once, Es
temprano, murmuró, y con esto quiso decir, como se vio a
continuación, que todavía tenía tiempo para punirse por la
liviandad de haber cambiado la obligación por la devoción, lo
auténtico por lo falso, lo duradero por lo precario. Se sentó
ante el escritorio, se acercó cuidadosamente los ejercicios de
Historia, como pidiéndoles perdón por el abandono, y trabajó
hasta la madrugada como el maestro escrupuloso que siempre
se había preciado de ser, lleno de pedagógico amor por sus
alumnos, pero exigentísimo en las fechas e implacable en los
sobrenombres. Era tarde cuando llegó al final de la tarea que
se había impuesto a sí mismo, sin embargo, todavía repiso por
la falta, todavía contrito por el pecado, y como quien ha
decidido cambiar un cilicio doloroso por otro no menos
correctivo, se llevó a la cama el libro sobre las antiguas
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civilizaciones mesopotámicas, en el capítulo que trataba de
los semitas amorreos y, en particular, de su rey Hammurabi, el
del Código. Al cabo de cuatro páginas se durmió serenamente,
señal de que había sido perdonado.
Se despertó una hora después. No tuvo sueños, ninguna
horrible pesadilla le había desordenado el cerebro, no forcejeó
defendiéndose del monstruo gelatinoso que se le pegaba a la
cara, sólo abrió los ojos y pensó, Hay alguien en casa.
Despacio, sin precipitación, se sentó en la cama y se puso a
escuchar. El dormitorio es interior, incluso durante el día no
llegan aquí los ruidos de fuera, y a esta altura de la noche, Qué
hora es, el silencio suele ser total. Y era total. Quienquiera que
fuese el intruso no se movía de donde estaba. Tertuliano
Máximo Afonso alargó el brazo hasta la mesilla de noche y
encendió la luz. El reloj marcaba las cuatro y cuarto. Como la
mayor parte de la gente común, este Tertuliano Máximo Afonso
tiene tanto de valiente como de cobarde, no es un héroe de
esos invencibles del cine, pero tampoco es un miedica, de los
que se orinan encima cuando oyen chirriar a medianoche la
puerta de la mazmorra del castillo. Es verdad que sintió que se
le erizaba el pelo del cuerpo, pero esto hasta a los lobos les
sucede cuando se enfrentan a un peligro, y a nadie que esté en
su sano juicio se le pasará por la cabeza sentenciar que los
lupinos son unos miserables cobardes. Tertuliano Máximo
Afonso va a demostrar que tampoco lo es. Se deslizó
sigilosamente de la cama, empuñó un zapato a falta de arma
más contundente y, usando mil cautelas, se asomó a la puerta
del pasillo. Miró a un lado, luego a otro. La percepción de la
presencia que lo despertó se hizo un poco más fuerte.
Encendiendo luces a medida que avanzaba, oyendo latirle el
corazón en la caja del pecho como un caballo a galope,
Tertuliano
Máximo Afonso entró en el cuarto de baño y después
en la cocina. Nadie. Y la presencia, allí, era curioso, parecía bajar
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de intensidad. Regresó al pasillo y mientras se iba aproximando
al cuarto de estar percibía que la invisible presencia se hacía más
densa a cada paso, como si la atmósfera se hubiese puesto a vibrar
por la reverberación de una oculta incandescencia, como si el
nervioso Tertuliano Máximo Afonso caminara por un terreno
radiactivamente contaminado llevando en la mano un contador
Geiger que irradiara ectoplasmas en vez de emitir avisos sonoros.
No había nadie en el cuarto de estar. Tertuliano Máximo Afonso
miró alrededor, allí estaban, firmes e impávidas, las dos altas
estanterías llenas de libros, los grabados enmarcados de las
paredes, a los que hasta ahora no se había hecho referencia, pero
es cierto, ahí están, y ahí, y ahí, y ahí, el escritorio con la máquina
de escribir, el sillón, la mesita baja en medio, con una pequeña
escultura colocada exactamente en el centro geométrico, y el sofá
de dos plazas, y el televisor. Tertuliano Máximo Afonso murmuró
en voz muy baja, con temor, Era esto, y entonces, pronunciada la
última palabra, la presencia, silenciosamente, como una pompa
de jabón reventando, desapareció. Sí, era aquello, el televisor, el
vídeo, la comedia que se llama Quien no se amaña no se apaña,
una imagen ahí dentro que ha regresado a su sitio después de ir a
despertar a Tertuliano Máximo Afonso a la cama. No imaginaba
cuál podría ser, pero tenía la seguridad de que la reconocería en
cuanto apareciese. Volvió al dormitorio, se puso una bata sobre el
pijama para no enfriarse y regresó. Se sentó en el sillón, apretó el
botón del mando a distancia e, inclinado hacia delante, con los
codos hincados en las rodillas, todo él ojos, ya sin risas ni sonrisas,
repasó la historia de la mujer joven y guapa que quería triunfar en
la vida. Al cabo de veinte minutos la vio entrar en un hotel y
dirigirse al mostrador de recepción, le oyó decir el nombre, Me
llamo Inés de Castro, antes ya había notado la interesante e histórica
coincidencia, oyó cómo proseguía, Tengo una reserva, el empleado
la miró de frente, a la cámara, no a ella, o a ella que se encontraba
en el lugar de la cámara, lo que le dijo casi no llegó a percibirlo
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ahora Tertuliano Máximo Afonso, el dedo de la mano que sostenía
el mando a distancia apretó veloz el botón de pausa, sin embargo
la imagen ya se había ido, es lógico que no se gaste película
inútilmente en un actor, figurante o poco más, que sólo entra en la
historia al cabo de veinte minutos. Rebobinó la cinta, pasó otra
vez por la cara del recepcionista, la mujer joven y guapa volvió a
entrar en el hotel, volvió a decir que se llamaba Inés de Castro y
que tenía una reserva, ahora sí, aquí está, la imagen fija del
recepcionista mirando de frente a quien le miraba a él. Tertuliano
Máximo Afonso se levantó del sillón, se arrodilló delante del
televisor, la cara tan pegada a la pantalla como le permitía la
visión, Soy yo, dijo, y otra vez sintió que se le erizaba el pelo del
cuerpo, lo que allí se veía no era verdad, no po
día ser verdad,
cualquier persona equilibrada que estuviera presente por
casualidad lo tranquilizaría, Qué idea, querido Tertuliano, tenga
la bondad de observar que él usa bigote y usted tiene la cara
rasurada. Las personas equilibradas son así, acostumbran a
simplificarlo todo, y después, pero siempre demasiado tarde,
las vemos asombrándose de la copiosa diversidad de la vida,
entonces se acuerdan de que los bigotes y las barbas no tienen
voluntad propia, crecen y prosperan cuando se les permite, a
veces también por pura indolencia del portador, pero, de un
instante a otro, porque cambia la moda o porque la pilosa
monotonía se vuelve molesta ante el espejo, desaparecen sin
dejar rastro. Eso sin olvidar, porque todo puede suceder cuando
se trata de actores y artes escénicas, la fuerte probabilidad de
que el fino y bien tratado bigote del recepcionista sea,
simplemente, un postizo. Cosas así se han visto. Estas
consideraciones, que, por obvias, saltarían a la vista de
cualquier persona con la mayor naturalidad, podría haberlas
producido por su propia cuenta Tertuliano Máximo Afonso si
no estuviese tan concentrado buscando en la película otras
situaciones en que apareciese el mismo actor secundario, o
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figurante con líneas de texto, como con más rigor convendría
designarlo. Hasta el final de la historia, el hombre del bigote,
siempre en su papel de recepcionista, apareció en cinco
ocasiones más, cada vez con escaso trabajo, aunque en la última
le fue dado intercambiar dos frases pretendidamente maliciosas
con la dominadora Inés de Castro y luego, cuando ella se
apartaba contorneándose, la miraba con expresión
caricaturescamente libidinosa, que el realizador debió de
considerar irresistible para el apetito de risas del espectador.
Es innecesario decir que si Tertuliano Máximo Afonso no le
encontró gracia la primera vez, mucho menos la segunda. Había
regresado a la primera imagen, esa en que el recepcionista, en
primer plano, mira de frente a Inés de Castro, y analizaba,
minucioso, la imagen, trazo a trazo, facción a facción, Salvo
unas leves diferencias, pensó, el bigote sobre todo, el corte de
pelo distinto, la cara menos rellena, es igual que yo. Se sentía
tranquilo ahora, sin duda la semejanza era, por decirlo así,
asombrosa, pero no pasaba de eso, semejanzas no faltan en el
mundo, véanse los gemelos, por ejemplo, lo que sería de admirar
es que habiendo más de seis mil millones de personas en el
planeta no se encontrasen al menos dos iguales. Que nunca
podrían ser exactamente iguales, iguales en todo, ya se sabe,
dijo, como si estuviese conversando con ese su otro yo que lo
miraba desde dentro del televisor. De nuevo sentado en el sillón,
ocupando por tanto la posición que sería de la actriz que
interpretaba el papel de Inés de Castro, jugó a ser, también él,
cliente del hotel, Me llamo Tertuliano Máximo Afonso, anunció,
y después, sonriendo, Y usted, la pregunta era de lo más
consecuente, si dos personas iguales se encuentran, lo natural
es querer saber todo una de la otra, y el nombre es siempre lo
primero porque imaginamos que ésa es la puerta por donde se
entra. Tertuliano Máximo Afonso pasó la cinta hasta el final,
allí estaba la lista de los actores de menor importancia, no
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recordaba si también se mencionarían los papeles que
representaban, pues no, los nombres aparecían por orden
alfabético, simplemente, y eran muchos. Tomó distraído la caja
de la película, recorrió una vez más con los ojos lo que allí se
escribía y mostraba, los rostros sonrientes de los actores
principales, un breve resumen de la historia, y también, abajo,
la ficha técnica, en letra pequeña, y la fecha de la !película. Ya
tiene cinco años, murmuró, al mismo tiempo que recordaba
que eso mismo le había dicho el colega de Matemáticas. Cinco
años ya, repitió, y, de repente, el mundo dio otra sacudida, no
era el efecto de la impalpable y misteriosa presencia lo que lo
había despertado, era algo concreto, y no sólo concreto, también
documentable. Con las manos trémulas abrió y cerró cajones,
de ellos desentrañó sobres con negativos y copias fotográficas,
esparció todo en la mesa, por fin encontró lo que buscaba, un
retrato suyo de hacía cinco años. Tenía bigote, el corte de pelo
distinto, la cara menos rellena.
     
 
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