Notes

Llevaba días restándole importancia a esa sensación de malestar que le acompañaba. El historial clínico de Remus era envidiable. Tirando por lo alto, solo se había puesto enfermo cinco de los casi diecisiete inviernos que había vivido.

Días atrás, notó cierto mareo al que no prestó atención porque estaba en la biblioteca estudiando para un examen. Llevaba horas allí dentro, por lo que lo consideró algo normal.

Al día siguiente, la cosa empeoró un poco, mas no lo suficiente como para que se saltara una clase. Hacía falta mucho más que eso para que Remus lo decidiera por voluntad propia.

Y justo esa mañana, cerca de las diez y media, entró por la Sala Común sin mucho ánimo de conversar con la dama que protegía la entrada a la torre de Gryffindor. Milagrosamente, al ver su rostro pálido y sudoroso, no insistió y, sin más, le abrió la puerta.

Llevaba allí sentado desde entonces. Al ser el primer día de la semana, los alumnos que pasaban por allí estaban completamente absortos en sus conversaciones y cosas, por lo que nadie fue a molestarle en su agonía frente a la chimenea.

A pesar de estar tapado con dos gruesas mantas y tener la piel completamente empapada, Remus se sentía congelado. Sabía perfectamente lo que era la fiebre, pero no sentía el valor suficiente para apartarse del fuego. Tenía demasiado frío.

Tiritando, pasó la tarde entre el mundo de los sueños y el real, escuchando a medias conversaciones de alumnos que pasaban tras él sin percatarse de su presencia.