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Hela aquí:
He sido siempre un solitario, un soñador, una especie de filósofo aislado, bondadoso, que se conformaba con
poco, sin acritudes contra los hombres y sin rencores contra el cielo. He vivido solo, en todo tiempo, porque la
presencia de otras personas me produce una especie de molestia. No es que me niegue a tratar con la gente, a
conversar o a cenar con amigos, pero cuando llevan mucho rato cerca de mí, aunque sean mis más cercanos
familiares, me cansan, me fatigan, me enervan, y experimento un anhelo cada vez mayor, más agobiante, de que se
marchen, o de marcharme yo, de estar solo.
Este anhelo es más que un impulso, es una necesidad irresistible. Y si las personas en cuya compañía me
encuentro siguiesen a mi lado, si me viese obligado, no a prestar atención, pero ni siquiera a escuchar sus
conversaciones, me daría, con toda seguridad, un ataque. ¿De qué clase? No lo sé. ¿Un síncope, tal vez? Sí,
probablemente.
Tanto me agrada estar solo, que ni siquiera puedo soportar que otras personas duerman bajo el mismo
techo que yo. No vivo en París, porque sería para mí una perpetua agonía. Me siento morir moralmente, es para mí
un martirio del cuerpo y de los nervios esa muchedumbre inmensa que hormiguea, que se mueve a mi alrededor,
hasta cuando duerme. Porque, aún más que la palabra de los demás, me resulta insufrible su sueño. Cuando sé,
cuando tengo la sensación de que, detrás de la pared, existen vidas que se ven interrumpidas por esos eclipses
regulares de la razón, no puedo ya despertar.
¿Por qué soy de esta manera? ¡Quién lo sabe! Es imposible que la razón de todo esto sea muy sencilla; todo
lo que ocurre fuera de mí me cansa muy pronto. Y son muchos los que se encuentran en mi mismo caso.
En la tierra vivimos gentes de dos razas. Los que tienen necesidad de los demás, aquellos a quienes los
demás distraen, ocupan, sirven de descanso, y a los que la soledad cansa, agota, aniquila, lo mismo que la ascensión
a un nevero o la travesía de un desierto, y aquellos otros a los que, por el contrario, los demás cansan, molestan,
cohíben, abruman, en tanto que el aislamiento los tranquiliza, les proporciona un baño de descanso en la
independencia y en la fantasía de sus meditaciones.
En resumidas cuentas, se trata de un fenómeno psíquico normal. Unos tienen condiciones para vivir hacia
afuera; otros, para vivir hacia adentro. En mí se da el caso de que la atención exterior es de corta duración y se agota
pronto, y cuando llega a su límite, me acomete en todo mi cuerpo y en toda mi alma un malestar intolerable.
Como consecuencia de todo lo que antecede, yo me apego, es decir, estaba fuertemente apegado a los
objetos inanimados, que vienen a adquirir para mí una importancia de seres vivos. Mi casa se convierte, se había
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convertido en un mundo en el que yo llevaba una vida solitaria, pero activa, en medio de aquellas cosas: muebles,
chucherías familiares, que eran para mí como otros tantos rostros simpáticos. Había ido llenándola poco a poco,
adornándola con ellos, y me sentía contento y satisfecho allí dentro, feliz como en los brazos de una mujer agradable
cuya diaria caricia se ha convertido en una necesidad suave y sosegada.
Hice construir aquella casa en el centro de un hermoso jardín que la aislaba de los caminos concurridos, a un
paso de una ciudad en la que me era dable encontrar, cuando se despertaba en mí tal deseo, los recursos que ofrece
la vida social. Todos mis criados dormían en un pabellón muy alejado de la casa, situado en un extremo de la huerta,
que estaba cercada con una pared muy alta. Tal era el agrado y el descanso que encontraba al verme envuelto en la
oscuridad de las noches, en medio del silencio de mi casa, perdida, oculta, sumergida bajo el ramaje de los grandes
árboles, que todas las noches permanecía varias horas para saborearlo a mis anchas, costándome trabajo meterme
en la cama.
El día de que voy a hablar habían representado Sigurd39 en el teatro de la ciudad. Era aquella la primera vez
que asistía a la representación de ese bello drama musical y fantástico, y me produjo un vivo placer.
Regresaba a mi casa a pie, con paso ágil, llena la cabeza de frases musicales y la pupila de lindas imágenes de
un mundo de hadas. Era noche cerrada, tan cerrada que apenas se distinguía la carretera y estuve varias veces a
punto de tropezar y caer en la cuneta. Desde el puesto de arbitrios40 hasta mi casa hay cerca de un kilómetro, tal vez
un poco más, o sea veinte minutos de marcha lenta. Sería la una o la una y media de la madrugada; se aclaró un
poco el firmamento y surgió delante de mí la luna, en su triste cuarto menguante. La media luna del primer cuarto,
es decir, la que aparece a las cuatro o cinco de la tarde, es brillante, alegre, plateada; pero la que se levanta después
de la medianoche es rojiza, triste, inquietante; es la verdadera media luna del día de las brujas. Esta observación han
debido hacerla todos los noctámbulos. La primera, aunque sea delgada como un hilo, despide un brillo alegre que
regocija el corazón y traza en el suelo sombras bien dibujadas; la segunda apenas derrama una luz mortecina, tan
apagada que casi no llega a formar sombras.
Distinguí a lo lejos la masa oscura de mi jardín y, sin que yo supiese de dónde me venía, se apoderó de mí un
malestar al pensar que tenía que entrar en él. Acorté el paso. La temperatura era muy suave. Aquella gruesa mancha
del arbolado parecía una tumba dentro de la cual estaba sepultada mi casa.
Abrí la puerta y penetré en la larga avenida de sicomoros41 que conduce hasta el edificio y que forma una
bóveda arqueada como un túnel muy alto, a través de macizos42 opacos unas veces y bordeando otras los céspedes
en que los encañados de flores estampaban manchones ovalados de tonalidades confusas en medio de las pálidas
tinieblas.
Una turbación singular se apoderó de mí al encontrarme ya cerca de la casa. Me detuve. No se oía nada. Ni
el más leve soplo de aire circulaba entre las hojas. «¿Qué es lo que me pasa?», pensé. Muchas veces había entrado
de aquella manera desde hacía diez años, y jamás sentí el más leve desasosiego. No era que tuviese miedo. Jamás lo
tengo durante la noche. Si me hubiese encontrado con un hombre, con un merodeador, con un ladrón, todo mi ser
físico habría experimentado una sacudida de furor y habría saltado encima de él sin la menor vacilación. Iba,
además, armado. Llevaba mi revólver, porque quería resistir a aquella influencia recelosa que germinaba en mí.
¿Qué era aquello? ¿Un presentimiento? ¿El presentimiento misterioso que se apodera de los sentidos del
hombre cuando va a encontrarse frente a lo inexplicable? ¡Quién sabe!
39 Ópera del marsellés Ernest Rever (1825-1909) sobre la leyenda de los Nibelungos.
40 oficina de arbitrios: oficina establecida antiguamente a la entrada de las poblaciones para recaudar el impuesto de consumos.
41 sicomoro: árbol de hojas parecidas a las de la morera y frutos comestibles semejantes al higo.
42 macizo: cada trozo separado, con flores o arbustos, de un jardín.
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A medida que avanzaba, me corrían escalofríos por la piel; cuando me hallé frente al muro de mi gran
palacio, que tenía las contraventanas echadas, tuve la sensación de que tendría que dejar pasar algunos minutos
antes de abrir la puerta y entrar. Me senté en un banco que había debajo de las ventanas del salón. Y allí me quedé,
un poco trémulo, con la cabeza apoyada en la pared y los ojos abiertos y clavados en la sombra del arbolado. Nada
de extraordinario advertí a mi alrededor en aquellos primeros instantes. Me zumbaban algo los oídos, pero esta es
una cosa que me ocurre con frecuencia. A veces creo oír trenes que pasan o campanas que tocan o el pataleo de
muchedumbres en marcha.
Pero aquellos ruidos interiores se hicieron más netos, más precisos, más identificables. Me había engañado.
No era el bordoneo habitual de mis arterias el que me llenaba los oídos con aquellos rumores; era un ruido muy
característico y, sin embargo, muy confuso, que procedía, sin duda alguna, del interior de la casa.
Distinguía aquel ruido continuo a través del muro, tenía casi más de movimiento que de ruido, un confuso
ajetreo de una multitud de objetos, como si moviesen, cambiasen de sitio y arrastrasen con mucho tiento todos mis
muebles.
Estuve largo rato sin dar crédito a mis oídos; pero aplicando la oreja a una de las contraventanas para
distinguir mejor aquel extraño ajetreo que parecía tener lugar dentro de mi casa, quedé plenamente convencido,
segurísimo, de que algo anormal e incomprensible ocurría. No sentía miedo, pero estaba..., ¿cómo lo diré?, asustado
de asombro. No amartillé43 mi revólver, porque tuve la intuición segura de que no me haría falta. Esperé.
Esperé largo rato, sin decidirme a actuar, con la inteligencia lúcida, pero dominado por loca inquietud.
Esperé de pie y seguí escuchando el ruido, cada vez mayor, que adquiría por momentos una intensidad violenta,
hasta parecer un refunfuño de impaciencia, de cólera, de motín misterioso.
Me entró de pronto vergüenza de mi cobardía, eché mano al manojo de llaves, elegí la que me hacía falta, la
metí en la cerradura, di dos vueltas y empujé con todas mis fuerzas, enviando la hoja de la puerta a chocar con el
tabique.
Aquel golpe resonó como el estampido de un fusil, pero le respondió, de arriba abajo de mi casa, un tumulto
formidable. Fue una cosa tan imprevista, tan terrible, tan ensordecedora, que retrocedí unos pasos y, aunque tan
convencido como antes de su inutilidad, saqué el revólver de la funda.
Esperé todavía, aunque muy poco tiempo. Lo que ahora oía era un pataleo muy raro en los peldaños de la
escalera, en el entarimado, en las alfombras, pero no era un pataleo de calzado, de zapatos de hombre, sino de
patas de madera y de patas de hierro que vibraban como címbalos. Y, de pronto, veo en el umbral de la puerta un
sillón, mi cómodo sillón de lectura, que salía traqueteando44. Y se fue por el jardín hacia adelante. Y detrás de él,
otros, los sillones de mi salón, y a continuación los canapés bajos, arrastrándose como cocodrilos sobre sus patitas
cortas, y en seguida todas las sillas, dando saltitos de cabra, y los pequeños taburetes que trotaban como conejos.
¡Era una cosa emocionante! Me escondí en un bosquecillo, y allí permanecí agazapado, contemplando aquel
desfile de mis muebles, porque se marchaban todos, uno detrás de otro, con paso vivo o pausado, de acuerdo con su
altura o su peso. Mi piano, mi magnifico piano de cola cruzó al galope, como caballo desbocado, con un murmullo
musical en sus ijares; los objetos menudos iban y venían por la arena como hormigas, los cepillos, la cristalería, las
copas en las que la luna ponía fosforescencias de luciérnagas. Las telas reptaban o se alargaban a manera de
tentáculos, como pulpos de mar. Vi que salía mi escritorio ‒mi querido escritorio‒ una hermosa reliquia del siglo
pasado, en el que estaban todas las cartas que yo recibí, la historia toda de mi corazón, una historia antigua que me
ha hecho sufrir mucho. Dentro de él había también fotografías.
43 amartillar: montar.
44 El mueble animado no es un tema frecuente en la literatura fantástica. Goethe nos habla, en una de sus obras, de un mueble
que sufre cuando queman a su semejante.
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De improviso se me pasó el miedo, me abalancé sobre el escritorio, lo agarré como se agarra a un ladrón,
como se agarra a una mujer que escapa; pero él llevaba una marcha incontenible y, a pesar de mis esfuerzos, a pesar
de mi cólera, no conseguí moderar su velocidad. Yo hacía esfuerzos desesperados para que no me arrastrase aquella
fuerza espantosa y caí al suelo. Entonces me arrolló, me arrastró por la arena y los muebles que venían detrás
empezaron a pisotearme, magullándome las piernas; lo solté por fin y entonces los demás pasaron por encima de mi
cuerpo, lo mismo que pasa un cuerpo de caballería que carga por encima del soldado que ha sido derribado del
caballo.
Loco de terror, conseguí al fin arrastrarme hasta fuera de la gran avenida y ocultarme de nuevo entre los
árboles, a tiempo de ver cómo desaparecían los objetos más íntimos, los más pequeños, los más modestos, los que
yo conocía menos entre todos los que habían sido de mi propiedad.
Así estaba, cuando oí a lo lejos, dentro de mi casa, que había adquirido sonoridad como todas las casas
vacías, un ruido formidable de puertas que se volvían a cerrar. Empezaron los portazos en la parte más alta, y fueron
bajando hasta que se cerró por último la puerta del vestíbulo que yo, insensato de mí, había abierto para facilitar
aquella fuga.
También yo escapé, echando a correr hacia la ciudad, y no recobré mi serenidad hasta que me vi en sus
calles y tropecé con algunas gentes trasnochadoras. Fui a llamar a la puerta de un hotel en el que era conocido. Me
había sacudido las ropas con las manos para quitar el polvo; les expliqué que había perdido mi llavero, en el que
tenía también la llave de la huerta en que estaba el pabellón aislado donde dormían mis criados, huerta rodeada de
altas tapias que impedían a los merodeadores meter mano en las verduras y frutas.
Me tapé hasta los ojos en la cama que me dieron, pero no pude conciliar el sueño, y aguardé la llegada del
día escuchando los golpes acelerados de mi corazón. Les había dicho que avisaran a mi servidumbre en cuanto
amaneciese, y mi ayuda de cámara llamó a mi puerta a las siete de la mañana.
Parecía trastornado.
‒Ha ocurrido esta noche una gran desgracia, señor, ‒me dijo.
‒¿Qué sucedió?
‒Han robado todo el mobiliario del señor; absolutamente todo, hasta los objetos más insignificantes.
Aquella noticia me alegró. ¿Por qué? ¡Vaya usted a saber! Yo me sentía muy dueño de mí, estaba seguro de
poder disimular, de no decir a nadie una palabra de lo que había visto, de ocultar aquello, de enterrarlo en mi
conciencia como un espantoso secreto. Le contesté:
‒Entonces se trata de los mismos individuos que anoche me robaron a mí las llaves. Es preciso dar parte a la
policía inmediatamente. Voy a levantarme y me reuniré en seguida con usted.
Cinco meses duró la investigación. No se llegó a descubrir el paradero de nada, no se encontró la más
insignificante de mis chucherías, ni se llegó a dar con el más ligero rastro de los ladrones. ¡Claro está que si yo
hubiese dicho lo que sabía!... Si hubiese hablado..., me habrían encerrado a mí; no a los ladrones, sino al hombre que
aseguraba haber visto semejante cosa.
Supe cerrar la boca. Pero no volví a amueblar mi casa. ¿Para qué? Se hubiera repetido siempre el mismo
caso. No quería entrar de nuevo en ella. No entré. No volví a verla.
Regresé a Paris, me instalé en un hotel y consulté a los médicos acerca de mi estado nervioso, que me
preocupaba mucho desde los acontecimientos de aquella noche lamentable.
Me animaron a que viajase. Seguí su consejo.
II
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Empecé por hacer una excursión a Italia. El sol me sentó bien. Vagabundeé por espacio de seis meses de
Génova a Venecia, de Venecia a Florencia, de Florencia a Roma, de Roma a Nápoles. Recorrí después toda Sicilia, país
admirable por sus paisajes y sus monumentos, reliquias dejadas por los griegos y por los normandos. Me trasladé al
África y crucé pacíficamente el gran desierto amarillo y tranquilo, en el que van de aquí para allá los camellos, las
gacelas y los vagabundos árabes, cuya atmósfera ligera y transparente está libre de espectros, lo mismo de día que
de noche.
Regresé a Francia por Marsella; a pesar de la alegría provenzal45, sentí tristeza, porque el cielo tenía menos
luz. Al poner otra vez el pie en el continente, experimenté esa especial sensación de un enfermo que se cree curado
ya de su enfermedad, pero al que un dolor sordo le advierte que no está apagado aún el foco del mal.
Volví a París. Al mes, ya sentía aburrimiento. Era en otoño, y antes que se echase encima el invierno, quise
hacer una excursión por Normandía, desconocida para mí.
Empecé por Ruán, como es natural, y vagabundeé durante ocho días, distraído, encantado, entusiasmado en
aquella ciudad de la Edad Media, en aquel maravilloso museo de monumentos góticos extraordinarios.
Una tarde, a eso de las cuatro, al meterme por una calle inverosímil, por la que corre un río negro como esa
tinta que llaman «agua de Robec», y mientras iba fijándome en el aspecto curioso y antiguo de las casas, mi atención
se desvió de improviso hacia una serie de comercios de chamarileros, que se sucedían una puerta sí y otra también.
¡Bien habían sabido elegir el sitio para sus negocios aquellos sórdidos traficantes de antiguallas46, en una
callejuela quimérica, encima de la siniestra corriente de agua, al abrigo de aquellos techos puntiagudos de tejas y
pizarras en los que se oía rechinar aún las giraldillas del pasado!
Al fondo de aquellos lóbregos comercios se amontonaban las arcas talladas, las porcelanas de Ruán, de
Nevers, de Moustiers47, las estatuas pintadas, las de madera de roble, los cristos, las vírgenes, los santos, los
ornamentos de iglesia, casullas48, capas pluviales49, hasta algunos vasos sagrados y un antiguo tabernáculo50 de
madera dorada, del que Dios se había mudado. ¡Qué extrañas cavernas las que había en aquellas altas casas, en
aquellos caserones, atiborrados desde las bodegas hasta los graneros de objetos de toda clase cuya existencia
parecía acabada, que habían sobrevivido a sus poseedores naturales, a su siglo, a su tiempo, a sus modas, para ser
comprados como curiosidades por las nuevas generaciones!
Mi afición por las bagatelas51 volvió a despertarse en aquella ciudad de anticuarios. Pasaba de un comercio a
otro, atravesando en dos zancadas los puentes de cuatro tablas podridas tendidos sobre la nauseabunda corriente
del «agua de Robec».
¡Misericordia! ¡Qué sacudida! En el extremo exterior de una bóveda atiborrada de objetos, que parecía la
entrada de las catacumbas de un cementerio de muebles antiguos, vi de pronto uno de mis más hermosos armarios.
Me acerqué todo tembloroso, tan tembloroso que no me atreví a tocarlo. Adelanté la mano, y me quedé vacilando.
Sin embargo, era el mismo: un armario Luis XIII52, único, que cualquiera que lo hubiese visto una vez lo identificaría.
45 provenzal: de Provenza, región del sur de Francia.
46 Los vendedores de objetos usados en ¿Quién sabe? evocan misteriosas presencias del pasado y llevan consigo la fuerza del
maleficio al igual los de La piel de zapa de Balzac.
47 Cerámica decorada que empezó a fabricarse en estas ciudades francesas a partir del siglo XVI.
48 casulla: vestidura que se pone el sacerdote sobre todas las demás para celebrar la misa.
49 capa pluvial: la que se ponen prelados o sacerdotes para celebrar la misa mayor u otros actos solemnes.
50 tabernáculo: sagrario.
51 bagatela: cosa sin importancia.
52 armario Luis XIII: armario con abundancia de adornos geométricos, columnas torneadas y figuras muy salientes.
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Dirigí de pronto los ojos más hacia el interior, hacia las más lóbregas profundidades de aquella galería, y distinguí
tres de mis sillones tapizados de petit-point53, y más adentro aún, mis dos mesas Enrique II54, tan raras que hasta de
París venían a verlas.
¡Figúrense! ¡Figúrense cuál sería el estado de mi alma!
Me adelanté, atónito, agonizante de emoción, pero me adelanté, porque soy valiente; me adelanté como
pudiera penetrar un caballero de las épocas tenebrosas en una mansión de sortilegios. Paso a paso fui encontrando
todo lo que me había pertenecido: mis arañas55, mis libros, mis cuadros, mis tapicerías, mis armas, todo, menos el
escritorio que llevaba mis cartas, al que no vi por parte alguna.
Anduve de un lado para otro, bajando a galerías oscuras para en seguida subir a los pisos superiores. Estaba
solo. Llamaba, pero nadie contestó. Estaba solo; no había nadie en aquella casa inmensa y tortuosa como un
laberinto.
Se echó encima la noche, y tuve que sentarme, en medio de aquellas tinieblas, en una de mis sillas, porque
no quería marcharme de allí. De cuando en cuando gritaba:
‒¿Hay alguien en casa? ¿Hay alguien en casa? ¿No hay nadie?
Llevaría más de una hora cuando oí pasos, unos pasos callados, lentos, que no podía precisar en dónde
sonaban. Estuve a punto de echar a correr, pero poniéndome rígido volví a llamar otra vez y distinguí una luz en la
habitación de al lado.
‒¿Quién anda ahí? ‒preguntó una voz.
Yo contesté:
‒Un comprador.
Me replicaron.
‒Es muy tarde para entrar de ese modo en un comercio.
Volví a decir:
‒Estoy esperándolo desde hace más de una hora.
‒Podía usted volver mañana.
‒Mañana me habré marchado ya de Ruán.
Yo no me atrevía a avanzar y él no venía hacia mí. Seguía viendo el resplandor de su luz, que se proyectaba
sobre un tapiz en el que dos ángeles volaban por encima de los cadáveres de un campo de batalla. También era de
mi propiedad. Le dije:
‒¿Viene usted o no?
Él me contestó:
‒Lo estoy esperando.
Me levanté y fui hacia donde él estaba.
53 petit-point: en francés, tela gruesa de punto de cruz con una vuelta.
54 mesa Enrique II: de estilo renacentista francés que debe su nombre a este monarca.
55 araña: lámpara formada por brazos de bronce o cristal de los que penden piezas de cristal de distintas formas.
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En el centro de una habitación muy espaciosa había un hombrecito muy pequeño y muy grueso, grueso
como un fenómeno, como un repugnante fenómeno.
Tenía una barba rala56, de pelos desiguales, ralos y amarillentos, pero no tenía ni un solo pelo en la cabeza.
¡Ni un solo pelo! Como sostenía la vela encendida a todo lo que daba su brazo para verme a mí, su cráneo me hizo el
efecto de una luna pequeña en aquella inmensa habitación atestada de muebles viejos. Tenía la cara arrugada y
abotargada57, y no se le distinguían los ojos. Regateé el precio de tres sillas, que eran de mi propiedad, y le pagué por
ellas en el acto una fuerte cantidad, sin dar más que el número de mi habitación en el hotel. Deberían entregármelas
al día siguiente antes de las nueve de la mañana.
Salí y él me acompañó a la calle con mucha cortesía. Acto seguido, me dirigí a la Comisaría Central de Policía
y relaté al comisario el robo de mis muebles y el descubrimiento que acababa de hacer.
En el acto solicitó informes por telégrafo al juzgado que había instruido las diligencias58 en aquel robo,
rogándome que tuviese a bien esperar la contestación. Le llegó al cabo de una hora, y fue completamente
satisfactoria para mí. Entonces me dijo:
‒Voy a mandar a que detengan a ese hombre para proceder en seguida a interrogarlo, porque pudiera ser
que hubiese concebido alguna sospecha, haciendo desaparecer lo que es propiedad de usted. Vaya a cenar y vuelva
dentro de un par de horas; lo retendré aquí para someterlo a un nuevo interrogatorio en presencia de usted.
‒Encantado, señor; se lo agradezco de todo corazón.
Cené en mi hotel, con mejor apetito del que me había imaginado. Estaba de bastante buen humor. Le
habíamos echado el guante.
Al cabo de dos horas me presenté de nuevo ante el funcionario de policía, que me estaba esperando.
‒Verá usted, caballero ‒me dijo en cuanto me vio‒. No hemos dado con nuestro hombre. Mis agentes no
han podido echarle el guante.
‒¿Cómo ha sido eso?
Me sentí desfallecer.
‒¿Pero han encontrado la casa, verdad? ‒seguí preguntando.
‒Desde luego. Será vigilada hasta que él regrese. Porque ha desaparecido.
‒¿Que ha desaparecido?
‒Desaparecido. Acostumbra pasar las noches en casa de una vecina, chamarilera59 también, una especie de
bruja, la viuda de Bidoin. Dice que no lo ha visto esta noche y que no puede dar dato alguno sobre su paradero.
Habrá que esperar hasta mañana.
Me marché. ¡Qué siniestras, inquietantes y espectrales me parecieron las calles de Ruán!
Dormí muy mal, con un sueño interrumpido por pesadillas.
Al día siguiente, para que no me creyesen demasiado intranquilo ni precipitado, esperé hasta las diez antes
de presentarme en la comisaría.
56 rala: poco espesa o poblada.
57 abotargada: hinchada.
58 instruir diligencias: actuación del juez en un asunto de su competencia.
59 chamarilera: persona que compra y vende cosas usadas.
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El chamarilero no había sido visto y su almacén seguía cerrado aún.
El comisario me dijo:
‒He dado todos los pasos necesarios. El juzgado está al corriente del asunto; vamos a ir juntos a ese
comercio, lo haré abrir y usted me indicará todo lo que es suyo.
Una berlina60 nos llevó hasta la casa. Delante del comercio había algunos guardias con un cerrajero. Se abrió
la puerta.
Pero, una vez dentro, no vi ni mi armario ni mis sillones ni mis mesas ni nada, absolutamente nada del
mobiliario de mi casa, siendo que la noche anterior no podía dar un paso sin tropezar con alguno de los objetos de
mi pertenencia.
El comisario central, sorprendido, me miró al principio con desconfianza.
‒Pues, señor ‒le dije‒, la desaparición de estos muebles coincide de un modo extraño con la del
comerciante.
Se sonrió:
‒Es cierto. Hizo usted mal en comprar y pagar ayer noche aquellas sillas, porque con eso le dio usted la
alerta.
Yo agregué:
‒Lo que me parece incomprensible es que todos los espacios que anoche ocupaban mis muebles están ahora
ocupados por otros.
‒Eso no es extraño ‒contestó el comisario‒, porque ha dispuesto de toda la noche y seguramente de
cómplices. Esta casa debe tener comunicación con las de al lado. Descuide usted, señor; me voy a ocupar con gran
interés de este asunto. No andará suelto mucho tiempo el ladrón, porque vigilamos su guarida.
¡Ah, mi corazón, mi pobre corazón, cómo palpitaba!
Permanecí quince días en Ruán, pero nuestro hombre no volvió. ¿Por qué? ¿Quién podía ponerle obstáculos
o sorprenderlo?
El decimosexto día recibí de mi jardinero, que había quedado para guardar la casa saqueada, esta carta tan
extraña:
«Señor:
»Tengo el honor de informarle que ha ocurrido, durante la noche pasada, algo que no entiende nadie, y
mucho menos la policía. Han vuelto todos los muebles, todos sin excepción; hasta los objetos más pequeños. La casa
se encuentra hoy dispuesta exactamente como lo estaba la víspera del robo. Es para volverse loco. Esto ha ocurrido
la noche del viernes al sábado. Igual que el día de su desaparición, los caminos están llenos de huellas, como si
hubiesen arrastrado todas las cosas, desde la entrada del jardín hasta la puerta de la casa.
»Quedamos esperando al señor, de quien soy humilde servidor.
Felipe Raudin»
¿Volver yo? ¡Eso sí que no! ¡Eso sí que no! ¡Eso sí que no! Llevé la carta al comisario de Ruán, quien me dijo:
‒Es una devolución muy hábil. Nos haremos el muerto y le pondremos la mano encima a nuestro hombre
cualquier día de estos.
60 berlina: vehículo de viajeros cerrado con una sola fila de asientos.
     
 
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