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Esta es la historia de un cocinero culinario. Un gordo cocinero de cocina. Era tan gordo que no podía ejercer su trabajo en los fogones. Él siempre culpaba a los productores de bollería por hacer sus bollos tan buenos y tan grasientos:
-Todo esto es culpa de los magnates de la bollería industrial.
Pero estaba de suerte: había muchos jóvenes cocineros dispuestos a sustituirle en su puesto hasta que se recuperase debido a su fama mundial por cocinar con ingredientes marginados. Y así pasaban los años del gordo cocinero, sentado él en su sillón mientras sus suplentes trabajaban.
La cuestión es que un buen día decidió dejar de comer bollería industrial y adelgazó drásticamente. Ahora era un cocinero a secas. Volvió a su lugar de trabajo, el restaurante Korolevstvo, situado al este de la ciudad donde vivía.
Cuando entró por la puerta se enteró por boca de uno de los camareros que el dueño había estado dirigiendo el restaurante de un modo lamentable. Y era cierto: el techo se estaba cayendo a trozos, las mesas se encontraban llenas de roña y el baño parecía una marisma. El cocinero determinó que la actual gestión era perniciosa para el establecimiento, así que, juntamente con tres cocineros, cuatro camareros y el contable, decidió pedir la dimisión al dueño.
Aquel tipejo no abandonó su puesto así que el cocinero y sus acompañantes lo echaron del restaurante a empujones. Ya no sería un problema nunca más. En cuanto a los dos empleados que no le apoyaron con su propuesta, estos fueron a parar a fregar los platos y limpiar el local. Si se necesitaba una silla nueva, les encargaba a estos dos parias que montasen una.
El cocinero dejó su puesto en la cocina y se adentró en el mundo de la dirección. Su nuevo despacho estaba lleno de folios con textos abstrusos. Pero estaba dispuesto no solo a entender esos textos, sino a mejorar el local para equipararlo al nivel de la competencia.
Se dio cuenta que los cocineros trabajan mucho más que los camareros, que solo debían atender a algunos clientes al día. Así que decidió que se repartieran el trabajo: cada uno debería realizar las mismas tareas que los demás. Se acabaron los privilegios de los camareros.
El baño fue arreglado por los empleados, contentos de realizar una labor tan importante para el funcionamiento del restaurante.
La política culinaria tomó un rumbo drástico: ya no se cocinaría con productos típicos, sino que se recurriría a ingredientes exóticos. Esto encantó a los trabajadores, que aprenderían la importancia de esos productos.
El cocinero estaba en su despacho, del cual ya entendía esos confusos textos: hablaban del divorcio del antiguo dueño. Nada importante. El cocinero se había comprado una butaca para estar más cómodo que con la silla de madera que había antes, la cual fue dejada al contable. El local cambió de nombre: a partir de entonces se llamaría Továrich.
El cocinero miraba a través del umbral de su puerta el trabajo de los empleados. Un día vio a uno de los camareros echar arroz típico en una cazuela, y el cocinero determinó que fuese a trabajar juntamente con los bedeles. Desde ese día, todos trabajaron mejor; pero se les veía cierto temor en el rostro.
El cocinero temía que la competencia accediese a sus nuevas recetas con productos extraños, así que decidió contratar a un segurata para que controlase que nadie de la competencia entrase en el local. Sus recetas eran únicas, no podían caer en malas manos. Para la mala suerte del cocinero, alguien debió colarse en el restaurante y los locales de los alrededores comenzaron a cocinar con sus productos. El cocinero se enfadó muchísimo, y despidió al segurata.
El contable le sugirió sabotear el negocio de enfrente: el restaurante de comida rápida MedUSA Frita. Ese establecimiento había estado quitando clientela al Továrich, y estaba suponiendo su ruina. El cocinero, que no era tonto, decidió ayudarse de los contactos que tenía por la ciudad. La discoteca CataCubas del Amor se reafirmó en ayudar a nuestro cocinero en su lucha contra los ladrones de recetas.
El plan era introducir una rata en el local adversario para provocar su ruina. El dueño de la MedUSA se dio cuenta de todo esto y, para calmar al cocinero en sus ansias vengativas, le envió una típica langosta roja como el tomate en forma de tributo. El cocinero, ya con su enorme y rica langosta, abandonó su plan y entró en su despacho.
Unas horas después, un pinche entró en el despacho del cocinero y le vio comiendo un plato de paella, hecha con el típico y blanco arroz, mientras daba vueltas en su butaca de cuero.
El subordinado no dijo nada y se marchó a contárselo a los demás. Todos, escandalizados, cogieron sartenes y cazuelas y, del enfado, tiraron el tabique que separaba la cocina del despacho del cocinero, que, asustado, salió corriendo hacia la calle.
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