Notes

Capítulo 7

La cosa se presentaba difícil teniendo en cuenta que José debía proteger a Eduardo -que estaba desarmado- mientras intentaba no morir él en el intento.
Los asaltantes comenzaron a subir las escaleras para matar a los dos curiosos pernoctas. Cuando el que presentaba una poblada barba llegó al pasillo José se abalanzó sobre él blandiendo su espada. El barbudo se protegió del golpe del hierro con su machete de cobre. La colisión de ambas armas produjo un ruido seco.
José portaba una espada corta, por lo que tenía ventaja en la lucha en ese estrecho pasillo. El ladrón lo sabía y por eso saltó encima del soldado. Ambos rodaron por el suelo soltando sus armas.
Mientras los dos contendientes estaban en el suelo peleando por sus vidas y profiriendo José gritos de ayuda, Eduardo cogió la espada de su amigo con la intención de ayudarle. Pero a la vez llegó el otro asaltante, armado con un garrote de hierro terminado en una afilada punta llena de sangre.
El chico no supo qué hacer. No había usado un arma en su vida, y ese no era el mejor momento para iniciarse. La puerta de una de las habitaciones se abrió y de ella salió un hombre aparentemente desarmado, vestido con lana de arriba a bajo. El segundo asaltante se dirigió hacia Eduardo empujando al curioso hacia dentro de su habitación. El desconocido volvió a salir de su cuarto, saltó por encima de los dos que peleaban en el suelo hasta alcanzar al asesino y asestarle una puñalada con un katar.
El pañuelo que le cubría la cara se tiñó de rojo y su cuerpo inerte cayó al suelo rompiendo varias tablas.
El que estaba debatiéndose con José, al ver a su compañero muerto, se levantó y salió corriendo a trompicones con tan mala suerte que tropezó y cayó encima del puñal del casero muerto, encontrando allí el mismo destino que su colega.

José se encontraba aturdido, no sabía que había pasado. Eduardo estaba boquiabierto, admirando al glorioso desconocido, que estaba limpiando la hoja de su letal arma.
-¡Gracias!- dijo Eduardo entusiasmado-. Me has salvado la vida.
-No hay de qué- respondió aquel hombre mientras inclinaba la cabeza hacia los dos.
José, los ojos como platos, se sacudió como pudo el polvo de la ropa y recogió su espada del suelo.
-No sé si es inoportuno, pero ¿cómo te llamas?- preguntó el lancero.
-Desde que tengo uso de razón, la gente me llama Shurui. Así que supongo que mi nombre será ese.
Los dos jóvenes se miraron el uno al otro, para luego dirigir sus ojos hacia aquel extraño personaje.
-Bien, Shurui, muchas gracias por todo. Ahora es necesario recoger este desastre- dijo José dirigiéndose a su habitación para vestirse con la armadura.
-No sabía que los lanceros vistiesen coraza.
-¿Qué te hace pensar que soy lancero?
-Tu espada tiene el escudo de los lanceros, y eres muy joven además de poco hábil con la espada para ser un caballero.
José se molestó ligeramente por el comentario de Shurui, pero decidió ignorarlo.

Entre los tres llevaron el cuerpo del casero hasta su cama, en la planta baja. Los cuerpos de los asaltantes fueron dejados enfrente del hostal con un cartel que decía: "Malhechores". Eduardo aprovechó para quedarse con el bastón metálico que había matado a su casero favorito.
Mientras hacían todo eso se había hecho de día y comenzaba a haber cierto movimiento en las calles de Miyagi. Los dos soldados se decidieron a ir al campamento para formar en la columna a tiempo. Shurui les siguió.