Notes

Yo no necesito ningún tipo de vasodilatador para desinhibirme. Ni drogas, ni alcohol, ni siquiera fármacos. Tampoco hago uso de ningún potenciador del apetito sexual, ni afrodisíacos porque cuento con el mayor estímulo real y natural. Basta una mirada. Basta una jodida mirada hambrienta en la que resalten sus ganas para provocar un cataclismo entre mis piernas. Sus pupilas dilatadas mostrando una vez más cuánto desea la figura femenina que tiene frente a él: o sea, yo; a mí. Su lengua empapando con la calidez de su saliva, lenta, progresiva y sensualmente la carnosidad de sus adictivos labios; preparándolos para lo que vendrá a continuación; preparándolos para arrastrarlos por cada recoveco de mi piel; preparándolos para calarme hasta el alma. Para estimularme cómo me merezco. Para deleitarse ante cada involuntaria e instintiva reacción corporal. Ese característico amago de sonrisa, derrochando masculinidad y seguridad en cada gesto, o movimiento. Y yo, fingiendo docilidad y sumisión. Haciéndole creer de nuevo que le permitiré el lujo de hacer conmigo todo cuanto y como desee; que él es quién impone el ritmo y las reglas; que es él quién domina y controla la situación.

Me pasaría la vida aferrada a esa cintura. Oprimiéndola con mis muslos y afianzando con firmeza el anillo de mis piernas en torno a ésta. Buscaría el calor de sus manos llenándose con mi carne (para arrancarme un ronco y contenido jadeo que aterrizaría sobre el lóbulo de su oreja): posesiva y territorialmente. Tal y como nos gusta. Ejerciendo presión con la yema de cada falange. Dejando marcas rojizas temporales. Manoseado y sobando todo a su paso. Aupándome unos centímetros más, acomodándome y encajándome contra sí. Necesitamos sentir la temperatura corporal que emanan nuestros cuerpos. Buscando el (re)frote entre su torso y mis pechos. Provocando el (re)encuentro entre nuestros sexos, y esa fricción... Restregándonos como dos adolescentes que se mueren de curiosidad. Necesitamos sentirnos con plenitud; queremos mayor profundidad. Incluso con la ropa entorpeciendo y estorbando el contacto directo, certero. Aun con el impaciente hormigueo y/o cosquilleo recorriéndonos, humedeciendo la ropa interior.

Gemirle en la boca cuando sus manos se deslicen desde mis nalgas, pasando por mis costados hasta desviarse y abarcar por completo mis pechos. Modernos la boca. Estrangularnos las ganas. Asfixiarnos en nuestro insaciable deseo. Recrearnos en nuestra excitación con arrebato. «Deshazte de mi húmeda ropa interior; y bésame. Desgástame los labios hasta que me queme el roce rasposo y reincidente de tu barba. Bésame, ahora. Entre las piernas».

Predisposición a que pase lo que tenga pasar, ¡joder! La clave de la desinhibición, siempre es dejarse llevar. No pensar. Permitirle al cuerpo el derecho a hablar, a expresar aquello que tanto desean, ansían o necesitan con ahínco. Dejarle a la lengua el lujo de comunicarse a través de una batalla donde el ganador; somos dos. Transmitirnos a través de las caricias si nos encontramos o no en el apogeo preliminar. Desprendernos hasta de la última prenda y, por fin, comenzar con nuestra particular guerra. Darle rienda suelta a nuestra pasión, y ahogarnos en nuestro propio delirio. Frenesí es aquello que siento cuando, a la par, tu lengua y manos recorren milímetro a milímetro cada pedazo de mi piel. Recreándote en los más recónditos sólo para regalarme una sensación que me acaricie (o sacuda) hasta cuando hayas cesado. Cuando nuestras bocas se reencuentran y compartimos nuestro propio y particular sabor: el del sexo. Olernos, inhalar nuestro aroma hasta que en las cuatro paredes reine nuestra sinfonía preferida: suspiros, jadeos y gemidos. Quiero devorarte y ahogarme en ti, contigo. Llenarme y nunca saciarme. Desearte como si me fuese la vida en ello; devorarte con dedicación y jodida lascivia; absorberte hasta el alma y quererte con la misma vehemencia con la que te voy a cabalgar.