Notes

El fino y delicado resplandor de los primeros rayos de sol comenzó a filtrarse a través de las persianas, irradiando sutil e irregularmente la arrugada superficie de las sábanas. Aquella cándida claridad distribuida a parches sobre el catre, acentuaba la tonalidad y el pigmento del cabello femenino, dotándolo de una intensidad poco antes vista. Eleanor lucía desmelenada, tal y como si hubiese salido de un campo de batalla. Y, sin embargo, su atractivo seguía intacto e íntegro: no había mermado, ni menguado. Ni siquiera un poco. ¿Cómo era aquello posible?
La mirada del veinteañero peregrinó sobre la figura ajena, descubriendo la apetecible desnudez de uno de sus senos. Para cuando quiso darse cuenta, se descubrió a sí mismo arrastrando la fila superior de sus propios dientes sobre el área central del labio inferior. Tal vez... Tal vez la morena hubiese ingresado en la cama tal y como acabó la noche: despojada de cualquier prenda. Desabrigada. Desvestida.
Con meticulosidad y diligencia, la mano diestra del americano comenzó a retirar el embozo que envolvía a su acompañante. Revelada la verdad, apenas le llevó un par de segundos situarse entre las piernas femeninas. Acomodó la extensión y temperatura de las palmas junto a los huesos de la pelvis opuesta, anclándose a ella. No podía concebir un mejor despertar, ni un modo más especial de desposeerla de sus sueños.

Emprendió la estimulación oral con un inocuo e inofensivo arrastre vertical de boca, desde el término de la vagina en dirección al rasurado y suave Monte de Venus. Reincidió, reproduciendo la caricia con una progresiva y palpable nitidez, rozándose de abajo a arriba y de arriba a abajo contra el pegajoso calor de su chica. Aquel sabor... en combinación con el característico y dulce aroma que desprendía, desembocaron en la agregación y manifestación de su lengua. Poco a poco, tal y como si se tratase de un helado del que necesitase disfrutar por más tiempo, lengüeteó el sexo femenino a través de duraderas y continuas chupadas mientras que, con ayuda de las manos, desplazaba la pelvis contraria hacia delante y detrás, haciéndola oscilar a su antojo suave e insistentemente contra su propia boca.

En apenas cuestión de unos segundos, las inhalaciones masculinas se tornaron sonoras. Jadeantes. Aquel clítoris se deshacía, cual densa mantequilla sobre una sartén al fuego, contra la extensión de su lengua. Podía sentir, prácticamente, cómo se disolvía junto a sus papilas gustativas. Lo cercó. Lo cercó entre el calor y presión de su boca.
Lo succionó...
Lo aspiró.
Lo golpeó en el interior de los labios con ayuda de la punta de la lengua...
Y, de haber sido posible, lo hubiese desgastado hasta hacerlo desaparecer. Empero... decidió sustituir momentánea y pasajeramente la masturbación oral por una manual, cediendo protagonismo a esta última al refregar de la yema de dos de sus dedos centrales contra el clítoris femenino; empleando para ello idéntica lentitud, profundidad y suciedad, al mismo tiempo que se deshacía de una pequeña cantidad de saliva sobre la zona estimulada, ahogándola así en su humedad.

Continuó y continuó hasta el preciso instante en que advirtió cómo la joven parecía volver en sí, siendo aquel momento el idóneo para abandonar de forma definitiva su particular saludo de buenos días.