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—¿Sabes lo qué te pasa, Pablo? Que tienes un calentón de cojones. Esperabas venir aquí a trabajar y a follar, a follar y a trabajar y te encuentras con que no estoy dispuesta. Bingo. No soy un coño con piernas.
—Pero ¿tú te estás oyendo? —me preguntó indignado.
—Visto lo visto debes estar ya más que arrepentido de no haberte traído a Carolina.

Echó la cabeza hacia atrás como si le acabara de propinar una sonora bofetada. Parpadeó.

—¡¡No voy a lidiar con un puto ataque de celos adolescentes cuando estoy hablando contigo de esto, joder!!
—No haces más que…
—¿Que qué? —me reto acercándose—. ¿Eh? ¿Qué no dejo de hacer?
—Negar la evidencia.
—Oh, sí, Martina. Me hubiera encantado traer a Carolina. Es en lo único en que pienso. En ella, no en ti. Porque me muero de ganas de follármela. A pelo, además, como a ti pero mejor ¿no? Controlando no correrme de gusto en su coño. ¿Eso es a lo qué te refieres? —Se acercó otro paso más—. Traerla aquí, invitarla a una copa de vino, coquetear, besarle detrás de las orejas donde sé que le encanta…

Era donde me gustaba que me besara a mí. Golpe bajo.

—Y después ir quitándole la ropa, para tenderla con las piernas abiertas y comérmela entera. ¿Es lo qué quieres decir? ¡¡Sí, meterle los dedos, arquearlos hasta que se corra en mi mano y en mi camiseta y después gima como una loca cuando me la folle a cuatro patas y me corra en su espalda!!

Plas. No lo pensé. La rabia de darme cuenta de lo estúpido que sonaba mi argumento, los celos de imaginarlos haciendo lo que un día él y yo hicimos en su sofá. Todo y nada fue lo que me empujó a darle un bofetón que lo cortó de raíz. Se quedó con el ceño fruncido, mirando al suelo. Un silencio se instaló en la habitación y quise llorar.

—Bien. Pégame. Es lo que nos faltaba. —Cogió aire—. Lo que te pasa, Martina, es que tienes rabia. Rabia de no estar siendo lo suficientemente madura, rabia de no dejarte ir y vivir las cosas como se merecen. Rabia al fin y al cabo…

(…)

—¿De cuánta de esa rabia tienes la culpa tú, Pablo?
—No lo sé. No me dejas averiguarlo.
—De mucha.
—Me lo creo. Debe de ser muy frustrante chocarte con alguien que siente justo como querrías hacerlo tú.

Mierda, Pablo. Solo tú sabes tocarme la tecla.

—Vete a la mierda —le dije.
—Vete tú, que estás más acostumbrada a vivir en ella.
—Eres un ególatra arrogante, ¿sabes?
—Y tú una insusla aburrida de la vida. —Dio un paso más hacia a mí.

Su perfume invadió mis fosas nasales y fue como si mi hipotálamo lanzara un torrente de oxitociona en mi organismo. Se me agitó aún más la respiración, el sexo me palpitó y experimenté una sensación parecida a la que te invade cuando te sobreviene el orgasmo.

—Menos mal que me crucé contigo. Al menos ahora sé lo qué es follar, ¿no?
—Eres tú la que está hablando de follar, pero ahora que lo mencionas no creo que nadie te haya jodido como yo.
—Claro. Porque eres el Dios del sexo.
—Del tuyo sí.
—¿Y qué más?
—No lo sé. Pregúntatelo a ti, que eres la que se pone mojada y cachonda cuando la toco.
—Porque tú no sientas nada, ¿no? Estando conmigo. No se te pone dura. No piensas en correrte encima de mí. En morderme mientras me montas como un animal.

El pecho de Pablo subía y bajaba rápido delante de mí. Su camiseta olía a él, a cocina y a colonia. Estaba tan cerca que, si nos hubiéramos callado, habría escuchado el latido de su corazón. Se humedeció los labios.

—La diferencia es que yo no lo niego.
—Yo tampoco niego que entre tú y yo hay una pulsión sexual.
—Es mucho más que una pulsión sexual.
—Es sexo. Sucio. Placentero. —Los dedos de Pablo me agarraron del vestido a la altura de la cintura, arrugándolo entre sus dedos—. Nada más.
—No, ¿eh? —Se inclinó hacia mi cuello jadeando—. No te hago volar. No te estremeces si te toco. No te encanta mancharme los dedos cuando te humedeces. No te gusta besarme después de que te lama.

Joder.

—Eso no tiene que ver con volar. Es follar.
—Yo te quiero y lo sabes.
—Tú no quieres a nadie.
—A lo mejor la que no sabe dejarse querer eres tú. ¿No lo has pensado?
—No necesito que me quieras.
—Solo que te monte.
—Sí.

Silencio. Su labio inferior deslizándose entre sus dientes, que lo apretaban hasta dejar rastros blanquecinos en la suave piel. Los humedeció antes de decir con firmeza:

—Quítate las bragas.

Sorpresa: me las quité.

Me agarré a su camiseta con una mano y con la otra levanté el vestido y me bajé la ropa interior. Si alguna vez en mi vida he sentido lo que es perder el control por completo, fue entonces, cuando Pablo me levantó hasta llevarme a su boca y dejó un espacio milimétrico entre los dos para volverme loca de ganas. Fui yo quién, agarrándolo del pelo con fuerza, lo atraje hasta mí. El beso que vino entonces fue metadona pura, calmando mi organismo, como un trago de leche después de morder algo picante. Como un húmedo y placentero intercambio de saliva que te salva de pensar demasiado. Su nariz pegada a la mía y su lengua desbordada, que me lamía y me llenaba. Placer. Calma. Por fin.

Sus dientes jugaron a provocarme con pequeños mordiscos en mi labio, mi barbilla y mi cuello. La sensación brutal de estar loca de ganas y de aceptar que hay hombres capaces de alejarte por completo de la cordura. Eso fue aquel beso.

No pude aguantar mucho tiempo sin tratar de desnudarle. Necesitaba el tacto de su piel contra la mía, siempre caliente. Su pecho delgado y firme aplastado contra mis pechos y su roce provocando mis pezones. Lo anhelaba. Forcejeé con el bajo de su camiseta para quitársela, pero Pablo me tiró sobre la cama para desnudarse; yo hice lo mismo, quitándome el vestido entre jadeos. Estaba mareada. No pensaba en nada más que en él. Hambrienta y con la boca hecha agua, dispuesta a devorarlo hasta que no quedara nada. Quemar la rabia y la decepción como si fuese gasolina y volar con la energía que se creara. No pude sino abrir las piernas cuando lo vi desnudo delante de mí, pero no me quité el sujetador. Él no se quitó el pañuelo del pelo. Me la metió con rabia, con la misma que tenía yo dentro. Gruñó y volvió a empujar. Todo mi interior acogió su invasión con placer y grité, echando la cabeza hacia atrás.

—¡Joder!

Tironeó de mi sujetador para quitármelo hasta que pudo desabrocharlo con una mano, pero solo lo apartó lo suficiente para dejar que mis pechos se bambolearan con libertad con sus arremetidas. Los sentía bailando arriba y abajo, al ritmo de los empellones brutales de su cadera.

Pablo jadeaba tan pegado a mis labios que llenaba de aire ya respirado nuestras bocas, entre besos de necesidad enfermiza, pero en un momento dado se dio la vuelta y me colocó encima. Solo quería moverme encima de él como una culebra sudada y resbaladiza. Y mientras lo hacía, él entraba y salía de mi cuerpo.
Lo admito, le follé fuerte y con rabia, arrancándole quejidos de placer a su boca, que casi se lamentaba del placer. No era solo deseo sexual. Era necesidad, ira, desarraigo y hambre lo que nos empujaba a abrirnos, mordernos y follarnos de aquella manera.

—Tan dentro que no puedas sacarme nunca. —Gimió con los labios pegados a los míos. Con los ojos fijos en los míos.

Busqué los labios para callarlo, pero sujetó mi cara y mi pelo, manteniéndome a una distancia mínima de su boca, para sacar la lengua y deslizarla despacio por encima de mis labios. Dios..., un beso tan sucio y sincero que vi nuestro futuro.

Volvió a hacerlo, mirándome, retándome mientras su polla lo llenaba todo y constreñía los vasos sanguíneos necesarios, estimulando mis nervios, llevándome hacia el límite. Y volvió a lamerme los labios, como si lo hiciera con mi sexo y cuando mi lengua salió a su encuentro; fue más sexo oral que beso.

—Fóllame. Hasta que no te quede nada dentro. —Me dijo.

Nada dentro. Ni rabia ni inmadurez ni nada.

Nos desatamos del todo en movimientos bruscos, cambiando de postura. Un caos de empellones, de gruñidos y tirones de pelo que terminaron conmigo de rodillas en la cama, con él detrás, agarrándome de las caderas para que no pudiera escapar, penetrándome hasta el fondo, sin dejar ni un resquicio sin su presencia. Sus manos inquietas me sujetaban de cintura, hombros, brazos, como si no supiera qué hacer con ellas hasta que alcanzó mis pechos.

—Más. Más rápido. —Supliqué.
—Voy a llenarte. —Gruñó.
—Hazlo. No pares hasta correrte.

La habitación se llenó de sus gemidos; expresiones abiertas de placer. Sus OH, DIOS. Sus AH, JODER. Sus NO PARES. Sus SIÉNTELA DENTRO, SIÉNTELA. Mis MÁS FUERTE. Mis MMM. Mis ronroneos.

Me monté sobre él, agarrando su erección, frotándola contra mi clítoris y subiendo encima de ella para hacerla desaparecer en mi interior. Mis caderas se mecían con rapidez y ya estaba a punto, cuando me pidió que le mirara. Los párpados parecían pesarle más a cada segundo porque el placer se lo llevaba y con él, la rabia, la inmadurez y la nada.

El punto de luz rojo que despertó aquella mañana en la parte baja de mi vientre brillaba tanto que casi me cegó y yo seguí moviéndome enajenada, porque necesitaba liberar aquel nudo. Algo estalló en mi sexo y lanzó una llamarada de sensaciones por mi espalda, hasta erguirme y generar en mi garganta un grito de alivio. Sus caderas empujaron, una, dos, tres veces. Paró dentro de mí, volvió a empujar y se incorporó como un resorte para mirarme cuando lo sentí irse.

—Ah, joder..., ah... Esta vez sí, pequeña. Dentro. Dentro de ti. Todo.

Descargó en lo más hondo y volvió a descargar. Salió de mí. Volvió a entrar. Otra latigazo de placer en su espalda. Más de su semen recorriendo mi sexo, donde ya todo era calma. Un gruñido y... El fin.
     
 
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