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Te parece extraño que lleve su bolso. Mujeres. Pero también adviertes que es hermosa corriendo. Trepa por los escalones de madera, se vuelve, agita el bazo, sonríe. Le devuelves la sonrisa, mueves tu mano en un breve saludo fatigado.— ¿Tienes calor? —grita ella.
—Estoy empapado —respondes con pereza.
Sientes el sudor en tu cuerpo. Sientes el calor, y te hundes en él como en un baño. Sientes el sudor que corre por tu espalda, débil y lejos, como hormigas. Suda, te dices, suda. El sudor corre por tus costillas y cae hasta tu estómago. Ríes. Dios, qué sudor. Nunca has sudado así antes, en tu vida. El sudor que te ha puesto Anne es dulce en el aire caliente. Sueño, sueño. Te sobresaltas. Alzas la cabeza. En lo alto del farallón el coche arranca, se pone en marcha y mientras ves que Anne agita su mano, gira reflejando el sol y se aleja por la carretera. Sencillamente.
—Pequeña bruja —dices, irritado. Empiezas a incorporarte.
No puedes. El sol te ha debilitado. Tu cabeza vacila. Maldición. Estás sudando. Sudando. Hueles algo nuevo en el aire caliente. Algo tan familiar y eterno como el olor salado del mar. Un olor dulce, caliente. Un olor que es todo el horror del mundo para ti y los que son como tú. Gritas y te pones de pie, tambaleante. Llevas puesto un albornoz, una vestidura roja. Desciende por tus muslos y mientras miras cae a tus piernas y a tus tobillos. Es rojo. El rojo más rojo del arco iris. El rojo más puro, más hermoso y más terrible se extiende y se difunde por tu cuerpo. Tocas tu espalda. Articulas palabras sin sentido. Tus manos descubren tres heridas abiertas en tu carne. ¿Sudor? Tú creías que sudabas. ¡Y era sangre! Y estabas echado, y creías que sudabas, y te reías, y gozabas. No sientes nada. Tus dedos se mueven torpe, débilmente. Tu espalda nada siente. Está entumecida. “Te pondré un poco de aceite en la espalda”, dice Anne, muy lejos, en la temblorosa pesadilla del recuerdo. “Te vas a quemas.” Una ola se rompe en la playa. Ves en tu memoria la larga trenza de líquido amarillo que cae a tu espalda desde los amorosos dedos de Anne. Sientes que te masajea. Una droga disuelta. Novocaína o cocaína o algo amarillo que adormeció todos los nervios de tu espalda. Anne sabe mucho de narcóticos, ¿verdad? Dulce, dulce, encantadora Anne. “¿Tienes cosquillas?”, pregunta Anne en tu mente. Tienes náuseas. Y en tu mente inundada de roja sangre responden tu voz y sus ecos: No. Hazme cosquillas. Hazme cosquillas, cosquillas, cosquillas... Hazme cosquillas, Anne J. Anthony, bella señora. Hazme cosquillas. Con una bonita concha de lapa. Tú buceabas en busca de caracoles y las filosas lapas de una roca te hicieron tres largos arañazos en la espalda. Sí, eso es. Buceo. Accidente. Bonito montaje. Encantadora, dulce Anne. ¿O te habrás aguzado las uñas con una piedra de afilar, querida? El sol pesa en tu mente. La arena empieza a fundirse debajo de tus pies. Tratas de encontrar los botones para abrir y desprender el vestido rojo. Insensatamente, a ciegas, a tientas, buscas los botones. No hay. No se abre el vestido. Qué tontería, piensas tontamente. Qué tontería que te encuentren vestido con tu larga ropa interior de lana roja. Una tontería. Debe haber cremalleras. Esas tres largas heridas se pueden cerrar con cremalleras, y esa cosa roja cesará de manar de ti, del hombre inmortal. Las heridas no son profundas. Si pudieras llegar hasta un médico. Si pudieras tomar tus tabletas. ¡Las tabletas! Casi caes sobre tu chaqueta, y buscas en un bolsillo y luego en el otro y en otro y los das vuelta y arrancas el forro y gritas y lloras y varias olas martillean la orilla a tu espalda, rugiendo como trenes despavoridos. Y vuelves a los bolsillos, con la esperanza de haber pasado por alto alguno. Pero no hay nada más que pelusa, una caja de cerillas, dos entradas de teatro. Dejas caer la chaqueta.
—¡Vuelve, Anne! —gritas—. ¡Vuelve! Hay cincuenta kilómetros hasta la ciudad, hasta el médico. No puedo ir andando. No tengo tiempo.
Al pie de las rocas miras hacia arriba. Ciento catorce escalones. El farallón es empinado y refulge al sol. No se puede hacer nada excepto subir los escalones. Cincuenta kilómetros hasta la ciudad, piensas. Bueno, ¿qué son cincuenta kilómetros? ¡Qué día tan espléndido para pasear!
     
 
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