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Capítulo 5

-Vaya. Así que ese es el nombre de mi agresor ¿eh? Eduardo.-dijo su nombre estirando las vocales mientras abría los brazos de manera burlesca.
-Oye, que el que me estaba persiguiendo eras tú-contestó algo enojado.
-Sí, sí... Eso ya lo sé.-se le notaba cansado- Eduardo, si me lo permites, me iré a descansar.
El chico se encogió de hombros tras lo que José se levantó y comenzó a andar en dirección a la salida. Justo antes de llegar se giró e invitó al chico a venir con un gesto de una de sus fuertes manos. Eduardo aceptó la invitación y le siguió.
Salieron de la tienda y se encontraron en medio de un descampado repleto de carretas, antorchas, lonas... Había cierto trajín de soldados que llevaban cosas de la ciudad al campamento. Sus armaduras relucían bajo la luz de la Luna, que, solitaria, había salido a dar un paseo.
El coronel de la columna les había dado permiso para dormir en la ciudad, así que allí se dirigieron los dos jóvenes. El ruido de sus pisadas sobre la seca alfombra de césped acompañaba al concierto nocturno de los grillos. Andaban callados hasta que Eduardo rompió el silencio:
-¿Por qué te alistaste?- preguntó- Bueno, si se me permite.
-Es una historia muy larga. Y, sinceramente, no quiero hablar del tema ahora mismo.- la pregunta había molestado a José.
Seguían andando.
-Bueno- siguió el chiquillo- siento si te ha molestado no era mi in...
-No, tranquilo- le interrumpió-. No has sido tú. Es que... Además de ser larga, es una historia que me entristece. Ya te la contaré algún día...
Eduardo no lo vio, pero los ojos del soldado se humedecieron.
Finalmente llegaron a la ciudad. La muralla estaba iluminada por grandes antorchas y detrás de esta podían verse columnas de humo de las chimeneas. Se detuvieron frente el enorme portón de la muralla, donde había dos guardias con el escudo de armas del gobernador en su armadura.
Uno de ellos, se acercó a los dos jóvenes y les iluminó directamente la cara con un farolillo.
-¿Quiénes sois?-increpó.
-Soy lancero del vigésimo tercer ejér...
-Vale, vale- esta vez el interrumpido fue José-. He visto que llevas armadura, estaba bromeando.
"¡Que gracioso!", pensó José.
-¡Pero bueno!- exclamó- ¡Menuda sorpresa! ¡Eduardo!- José no daba crédito- ¿Es que no te acuerdas de un amigo?
-¡Claro que sí!- contestó el chico- ¿Cómo te va, Tagore?
-No me quejo chaval. No me quejo. Me he enterado que te han vuelto a pillar robando. Al final vas a enfadar a la gente...
-Tonterías, ¡me adoran!- exclamó con sorna.
-Bueno... Debéis estar agotados. ¡Entrad en la gran Miyagi!
El centinela les abrió el paso y volvió a su postura predilecta: apoyado en la garita.

Atravesaron el arco de piedra y entraron en una calle bastante amplia. Los puestos de mercado ya habían desaparecido y por las calles sólo había caballos atados a las entradas de las tabernas y algún borracho intentando mantener el equilibrio.
De las cervecerías se oían gritos y una música alegre que obligó a Eduardo a dar palmadas al ritmo.
-Tú conoces este sitio, ¿dónde podemos alojarnos?- pregunto José.
Pasaron unos instantes cuando finalmente dijo:
-Sígueme, me sé un sitio estupendo.
Comenzaron a caminar por las calles, algunas adoquinadas y otras de tierra, iluminadas por las luces de las casas. Las heces de los caballos relucían con la Luna, la cuál, se fijó José, estaba singularmente grande aquella noche.
Su paseo terminó cuando Eduardo se paró enfrente de un edificio de tres plantas. Había una ventana iluminada por las velas del interior y de la chimenea salía una torre de humo que se alejaba en dirección a las montañas. A un lado de la entrada había un cartel que rezaba "Tim McDonald Inn".
Se acercaron a la puerta y llamaron.
-Déjame hablar a mí.- dijo Eduardo- Me conocen.
La puerta se entreabrió y se asomó la cabeza de un hombre entrado en años, con restos de una melena que antaño debió ser preciosa, pero que ahora había sucumbido a la edad. En cuanto pudo ver afuera y reconoció a Eduardo les dejó pasar sin mediar palabra.
El recibidor de la posada estaba amueblado con mucha austeridad: sólo había un banco de madera, dos sillas y una mesa. Una pequeña lámpara colgaba del techo, iluminando débilmente la estancia. Siguieron al posadero por un pasillo repleto de faroles y puertas a ambos lados. Al fondo del pasillo se veía una habitación algo grande, con un mostrador y estantes repletos de botellas.
Subieron un piso de escaleras y finalmente el hombre sacó su manojo de llaves y abrió una puerta.
-Gracias, Tim- dijo Eduardo.
Tim se alejó por donde habían venido sin dirigir ni una sola palabra. El ruido de sus pisadas sobre el suelo de madera fue disminuyendo de intensidad hasta que finalmente cesó.
La habitación era muy austera. Dos catres a un lado, y una mesa minúscula en el otro. Eduardo encendió una vela que había en la pared y se sentó en una de las camas.
-¿No es genial?- preguntó observando a su alrededor.
-Es... Sí, genial- mintió.
-Me encanta venir aquí. Bueno, no es que tenga muchos más sitios, pero he aprendido a apreciar este lugar. Puede parecerte cutre, e incluso pobre. Lo llamo: la belleza de lo simple...-calló, como pensando en lo que acababa de decir-.
Mientras el chico se quedaba pensando, José ya se había quitado la armadura y se tumbó en su cama.
-"La belleza de lo simple", ¿eh?
-Exacto.- seguía estando ausente, mirando el techo.
Ambos se quedaron callados algunos momentos. La vela temblaba y la cera resbalaba dejando un reguero tras de sí. Las estrellas tintineaban y su brillo atravesaba la ventana de su modesta habitación.
-Buenas noches, Eduardo.
El chico salió de sus pensamientos.
-Buenas noches camarada.
José empezó a roncar sonoramente pocos instantes después. La vela seguía consumiéndose y la cera seguía cayendo. Una gota de cera resbaló por la mejilla de Eduardo...




     
 
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