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La ninfa, la divina, la diosa Calipso. La imagen que ha sido divulgada de la hija desterrada de mi padre dista en demasía de la verdad de los hechos. Si bien, he sido llamada divina entre las diosas, por razones que la humildad no me permite aceptar, y soy, de hecho, una ninfa, no he sido ni hechicera, ni sumisa, como cantan las lenguas de los mortales, ante los designios de los dioses mayores. No ante aquellos que he tenido la capacidad de rechazar. Sin embargo, he sido conocida y recordada por aquellas hazañas que han quedado fuera del alcance de mis manos, y no es sino por razones intrínsecas de mi naturaleza que he tenido que doblegarme, y obedecer. ¿Cómo podría una mujer eternamente solitaria, resistirse a los encantos de un héroe? ¿Cómo podría la hija de un castigado titán desafiar la palabra del padre de los dioses y los hombres?



El pueblo que existe bajo el Olimpo, se precia de ser noble y benévolo, y se muestra altivo en comparación con el resto de las civilizaciones. Pero, yo, que no hice más que ceder involuntariamente ante aquella fuerza que ni los dioses somos capaces de esquivar, he sido juzgada. De haber sido yo un hombre, la historia habría sido contada de una manera distinta. Se hablaría de un dios sensible y emocional, que se enamoró férreamente de alguna dulce fémina, y que, en pro de garantizar la compañía de su amada, hizo todo lo que estaba en sus manos para que esta permaneciera a su lado. Al escuchar estos dulces cantos, el pueblo se habría conmovido, encontrando la escena una viva demostración de la magia del amor. Pero, en cuanto a mí, la que oculta, no soy para ellos más que otra de las tantas mujeres que cayeron rendidas a los pies del rey de Ítaca, y que, además, le hechizó para que se quedara con ella a pesar del fiel corazón del héroe, que le clamaba regresar a su reino y unirse de nuevo a su mujer. Una criatura enamorada, querría que su amado le amara. Entonces, ¿por qué es diferente cuando es la diosa Calipso quien haya querido que el magnánimo Odiseo le acompañara para siempre?



Habéis escuchado mi historia de la boca de aquel aedo ciego de Quíos, y sí, me he enterado porque aquel que es el mensajero entre todos los dioses, ha traído consigo a esta ínsula casi desierta la palabra que aquel cantor difunde. Pues ahora, yo, la ninfa, la divina, la diosa, he tomado la decisión de contarlo, no sólo aquel conjunto de eventos tal y cómo sucedió ante mis ojos, si no además, lo que ocurrió conmigo, después. No busco así ser entendida, ni mucho menos alabada, estoy acostumbrada al rechazo y al destierro, y ya no me hace falta el afecto de los olimpianos, mucho menos el de los mortales; esto es sólo la historia de una diosa cautiva hecha palabra, pues, contrario a lo que se piense, mi vida no giró enteramente en torno a Odiseo. A quien interese la verdad, interesará lo que yo exponga.



Creo que es apropiado iniciar mi relato desde el momento en el que fui injustamente desterrada a la isla de Ogigia, cuando era aún lo suficientemente joven como para conservar mi inocencia, mi condición de completa ignorancia ante la guerra que se estaba llevando a cabo a mi alrededor. El destierro, sin embargo, no fue suficiente castigo para mí, la niña que descendía de Atlas, si no, que además, los dioses encontraron pertinente condenarme también a una pena particularmente cruel. Y podrá decirse quizás que la historia siempre resulta conveniente para aquel que la cuenta, pero, creo que cualquiera que se encontrase en mi posición u observase lo que ha sido mi vida desde este lado de la mira, podría darse cuenta de que, verdaderamente, esto no se trata de una patética victimización o un puñado de prosas en pos de dar lástima. Conservo mi dignidad intacta, eso lo aseguro. No hago más que contar, como ya he dicho, la verdad.



Este particular castigo que los olimpianos idearon para mí, consistía en el exilio, pero no sólo permanecería yo sola para la eternidad y un día más, si no, que cada tanto tiempo, un milenio o quizás dos, se pasearía un héroe por las orillas de mi isla, un héroe que, cruelmente dispuesto por ellos, tendría todas y cada una de las cualidades que le volverían irresistible al solitario corazón de una diosa, y él, ante mi palmito de ninfa, se vería indudablemente atraído. Todo esto con el único motivo de arrancarlo de mi lado una vez que me hubiese encariñado con la compañía. Como si el dolor de la soledad no fuese suficiente castigo. La hija del titán debía sufrir. Y sufrí, de eso estoy segura.



Así, aunque lo intentara, no podía resistirlo, ilusionarme con la idea de que alguno de aquellos bravos visitantes prefiriera quedarse antes que volver a sus lejanos hogares. Siempre caía en el sutil engaño de la magia de Afrodita, y entonces, sólo cuando empezaba a creer que ellos quizás se apiadarían de mí, mis hombres desaparecían. Arrastrados por la corriente, perdidos en las profundidades de la isla. Las causas, misteriosas, tan inexplicables como sólo las obras de los dioses pueden serlo. El resultado era aquel, que estaba sola, sola y castigada, de nuevo.



No fue diferente la ocasión en la que las orillas de mi reino se toparon con el valeroso náufrago que decía llamarse Odiseo. Llegó a mí, sacudido por una tormenta que había hecho perecer a sus compañeros después de que faltaran a Atenea. ¿Quién mejor que yo para entender los castigos de los imponentes dioses? Yo, que había sentido de otra forma el rayo magnífico de Zeus, entendía lo que este hombre había pasado, y no quería más que ayudarle, ya que era mi deber como anfitriona y su derecho como huésped, y además, puesto que un héroe que había demostrado su valía tal como éste lo había hecho, no merecía menos. Así había empezado, y aunque yo supiese que se trataba de otra treta más de los dioses, no pude obligarme a rechazarle. No podría, jamás, una diosa sensible ante las bellezas de la vida, negarse al placer de la compañía de un mortal como él. No podría, jamás, una diosa, repeler la dulzura de una alabanza, o encontrar desagradables las miradas que le reconocen como superior, y aún así, le desean. Odiseo era nada más que un mortal, un héroe como tantos otros, con más o menos hazañas, y yo era Calipso, la misma diosa cautiva de siempre, la ninfa de lindas trenzas, pero por las noches, una vez que las uvas hubiesen obrado su magia en nuestras inhibiciones y yo le diera la bienvenida a mi lecho, éramos algo más. Algo que me permitía escapar del cautiverio del destierro, o más bien, algo que me hacía disfrutarlo. A su lado, me parecía que una eternidad de exilio era la oportunidad de tenernos para siempre. Y así se lo hice saber, una de las tantas noches en las que el amor se hizo con nuestros cuerpos. Una propuesta susurrada, a la que él siempre respondía con mucho decoro, sabiendo cómo evitar hablar claramente, sin romper mi corazón, pero sin aceptarlo. Oh, Odiseo, sólo tú has podido perdurar en el recuerdo de esta diosa incluso después del rencor que debió arrancarte de mi pensamiento, pero que hizo todo lo contrario.



¿Que le hechicé para que permaneciera a mi lado? Mentiras. Jamás mis facultades fueron esparcidas en su alma de aquella forma, jamás fue su deseo por mí una ilusión, jamás le influencié de ninguna manera, más que con los encantos naturales que una ninfa no puede reprimir, y es por esto que digo, pueblo, me habéis juzgado por razones intrínsecas de mí. Odiseo era un hombre, un hombre astuto y tramposo, bien dicho está. Mi corazón cegaba mi razón en aquel momento, cuando, como una tonta niña mortal, me permití cantarle las más hermosas canciones mientras danzaba a su alrededor. Pero hoy, aunque ya no duela, puedo ver la injusticia en lo que cuenta la historia. ¿Cómo es que podéis haber creído la palabra de un hombre que a su estela deja engaños, tras engaños? El héroe os mintió, feacios, al asegurar que la ninfa Calipso le había mantenido aquí obligado. Aunque mi corazón desease con locura que este se quedara para siempre conmigo, mi orgullo jamás me permitiría suplicar su compañía. Mi honor, mi honor por encima de cualquier otra cosa. Ese principio lo tenía en claro la gobernante de la isla, hasta entonces, desierta, de Ogigia. Así es que, jamás tuve la necesidad de obligarle. El tiempo que Odiseo y yo pasamos juntos fue enteramente voluntario. Y su corazón, que se preciaba de ser fiel a su, cuenta la leyenda, paciente esposa Penélope, danzaba de goce bajo mis caricias y mis besos.



Oh, Odiseo, ¿por qué, en el instante que tus brazos la anhelaran a ella, no me lo dijiste? Oh, cruel mortal, ¿por qué me mantuviste pensando que aquel amor profundo que te profesaba era correspondido? Estas preguntas rondaron mi mente aquellos días antes de enterarme de lo que de mí habías dicho. Debiste haberme dicho que mi compañía ya no era amena. Debiste hacerlo. Pero no, he tenido que enterarme por una circunstancia ajena a tu voluntad. Imagináos mi humillación, cuando, una noche, mientras me disponía a mis tareas de ocio, que, como podréis imaginar eran varias aún en la compañía del mentiroso Odiseo, recibí una visita del mensajero Argifonte, el mismísimo Hermes, quien, aunque nuestros ojos jamás se hubiesen cruzado, era claramente reconocible para mí. Esta vez, aunque se tratase de un visitante, mi corazón no saltó con alegría, si no, que se encogió con preocupación. El mensajero del Olimpo sólo podía significar malas noticias. Sin embargo, siendo que mi mortal acompañante seguía en la isla conmigo, a diferencia de sus predecesores, me dejé pensar, esperar, que quizás se tratase de algo diferente, de la benevolencia de los dioses.



Pero jamás debí permitir que por mi pensamiento cruzara tal concepción. Una vez más, los envidiosos olimpianos me arrebataban la felicidad, pensé. Estaba fúrica, decidida por un instante a encabezar alguna clase de rebelión, si contaba con el apoyo de mi amado, podría hacerlo, podría hacer cualquier cosa. Aquel que lleva la égida no era una figura atemorizante para mí. ¿Por qué, de nuevo, se empeñaban ellos en impedir que esta diosa consumara su amor con el héroe que le adoraba? Yo le había salvado, y habíamos sido uno, después de eso. Estaba dispuesta a arriesgarlo todo a su lado. Todo. Y fue sólo entonces, en el silencio que nos sumimos en aquella cueva, el mensajero, a la espera de una respuesta, y yo, ideando una estrategia, que pude escuchar el llanto desgarrado del siempre corajudo héroe. Su llanto. Mi Odiseo, llorando por ella. Mi Odiseo quería volver con ella. Fue entonces cuando lo supe, que Hermes estaba allí, porque el mortal había rogado ayuda a los dioses, auxilio, para que le llevaran lejos de mí. Me doblegué en aquel instante ante la petición del magnífico Zeus. Puesto que ahí tuvo lugar mi más grande humillación, al enterarme por la aparición de Hermes, que mi, entonces, amado, ya no me quería, y añoraba de vuelta a su mortal esposa. Su mortal e insípida esposa que, por alguna razón, había despertado en él un tipo de deseo que yo no. El deseo de pasar su vida junto a ella, y perecer a su lado.



Así es que, mortales oyentes de aquellos antiguos cantos, me pregunto, ¿por qué todos habéis decidido mirarme como una hechicera, una ninfa que le sedujo para mantenerle a su lado? Cuando no hice más que mostrarme benévola a pesar de su engaño y su rechazo, aconsejándole cómo volver y llenándole de provisiones para su viaje, deseándole suerte, entregándole mi cuerpo una vez más, para a su vez, conservar un poco de él en mí, pensando que me haría extrañarle menos al verlo partir. ¿Por qué habéis decidido mirarme como un obstáculo? Cuando me hice ciega ante mi dolor y mi humillación para permitir que el hombre que me había hecho pensar que me quería volviese a los brazos de su amada. ¿Por qué, entonces, yo obré mal? Cuando Odiseo, un hombre que debió mantenerse fiel a su esposa, permitió que yo me hiciera una con él, y se despidió de mí asegurando que partiría hacia ella, cuando en verdad, aún quedaban otro puñado de féminas, diosas como yo, o criaturas inferiores, a la espera de ser poseídas por el héroe. El mentiroso héroe, que por alguna razón, salió libre de juicios, y más bien es celebrado por su astucia, cuando yo encuentro más idóneo llamarlo traidor.



Mi amor por Odiseo pereció el día que, una vez más por Argifonte, a mi isla llegó la palabra cantada por el ciego de Quíos. La evidencia más pura de que aquel que se había aprovechado de mis bondades no había navegado directo hacia su mujer, si no, que había enamorado a otras, tal y como me había enamorado a mí, y además, que había permitido que las malas lenguas divulgasen que yo, una diosa, había rebajado mi honor al punto de hechizarle para que se mantuviese a mi lado. Humillante, sin duda. Y doloroso.



Porque, oh, Odiseo, mi pensar era que lo único que te había evitado rechazarme directamente había sido la profunda ternura que te inspiraba, tus deseos de evitar romper mi corazón. Pero no fuiste más que un cobarde, tú, valiente héroe, tú, vencedor, no tuviste el valor de aceptar que sucumbiste ante los encantos de una diosa y que luego no la quisiste más, y recurriste a tus protectores para que te salvaran porque tú mismo no podías enfrentar la frívola realidad de tu ser, que en tu corazón no hay espacio más que para tu sed de victoria y tus deseos carnales. Permitiste que aquella que te ayudó y amó, como otras, pasara a la historia como nada más que un obstáculo que atravesaste para llegar a tu querida Ítaca. Y esa, mi viejo amigo, no es obra de un héroe, es una vil traición.



Mi corazón ha sanado, pues, como bien sabéis, el tiempo no tiene el mismo efecto en mí, y ha transcurrido, y transcurrido, dejándome intacta físicamente, pero sabia en la mente, y he comprendido, que aunque te hubieses quedado, amor mío, tú no eras para mí. Que aunque atravesase tantos sentimientos diferentes hacia ti, desde el amor, hasta el profundo rencor, hoy en mi recuerdo hay un agradecimiento impronunciable. Porque, de no haber sido por este fúrico deseo de hacer pública y tangible la impotencia que sentí gracias a ti a través de las letras que Apolo protege, de convertirme, yo misma, en cantora de mi propia historia y que el mundo me escuchara, no me habría encontrado con la pequeña brecha en el castigo de los dioses, que incluso aquel creativo aedo ciego, omitió en sus cantos.



Mi dulce y tramposo Odiseo se alejó de mí, y luego de terminar sus pruebas, fue feliz. Yo, divina entre las diosas, la ninfa de las lindas trenzas, tardé mucho más en llegar a ese nivel. Me costó penas, cavilaciones, y convenios con alguno que otro dios que tampoco estuviese de acuerdo con este intransigente castigo dado por el gran Zeus, para que estos me ayudasen a encontrar la manera de difundir mi palabra. El mismo Zeus había bajado la guardia, quizás por la obediencia que demostré tras Odiseo. Zeus, a quien, tomando el consejo de Hermes, decidí respetar de aquel día en adelante, pero tal y como el mismo dios pícaro me había inspirado, había encontrado la forma de esquivar ese efecto absoluto de su condena. Ningún héroe se quedaría conmigo, ni siquiera el diferente Odiseo, que se había marchado por voluntad propia y no por obra del destino.

Pero sí permanecería a mi lado una hermosa semi-diosa, de alma brillante como la luz del Sol, que era su padre. Una escriba, que se dedicaría a animarme a hacer pública esta experiencia, asegurándome que si ella había llegado hasta a mí era porque así lo había impuesto el destino, y que el mundo lejos de mi isla había cambiado. Mi dulce compañera juró, que el mundo ahora estaba preparado para conocer de la boca de la diosa, que Odiseo mintió para ser feliz, y que Calipso le odió por eso, y le perdonó, y eventualmente, también fue feliz.



Y lo soy, y lo seré, ya no más "la que oculta", para siempre.
     
 
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