Notes

Por primera vez en lo que iba de mañana... la atmósfera que se respiraba en la habitación, se tornó sofocante. Bochornosa. E, inclusive, angustiosa.

Al acuoso sonido entre bocas, pronto se sumó una discontinua e intermitente cadencia de gemidos, a cada cual más insigne y prominente. A cada cual más precipitado... A cada cual más atropellado que el anterior.
Sin olvidar, por supuesto, el contundente eco que anegaba el dormitorio, procedente de los (re)botes entre ambos sexos. Aquello sí que era obstinación, empeño y obsesión: pasión, delirio y arrebato desmedido. En estado puro.

Pronto los « Joder... », los « Así, no pares... », y los « Dios mío... » comenzaron a tropezarse arrastradamente contra la boca femenina. Estaba loco. Loco por ella.

La camiseta que hasta aquel momento había lucido Eleanor, terminó desparramada por el suelo de la habitación, obsequiando al muchacho con una perspectiva tan íntima y sexual, que reforzó, más si cabe, la severidad y dureza de su erección.

La morena debía de estar prohibida.
Era imposible que fuese lícita y legal.

Con ese pensamiento en mente, la mano diestra del veinteañero viajó hasta el epicentro de los muslos ajenos: lugar donde depositaría, a través de la ropa interior, un ciclo de roces premeditados sobre el clítoris de su ex pareja, empleando para ello únicamente la yema del dedo pulgar. Así, transitó la mencionada, hinchada y palpitante extensión con un compás gradual, asegurándose de identificar los posibles cambios que se produjeran en la respiración de Eleanor, con el fin de aumentar o disminuir el ritmo y con ello, satisfacer en un mayor grado las necesidades de la joven.

— Por el amor de Dios. — Expresó con impaciencia y ardor, nada más contemplar la transferencia de saliva que su acompañante había abandonado en la palma de la mano. La chica no tuvo ni que buscarle: fue él mismo quien, embriagado de placer, arrimó su polla a la extremidad superior ajena. — Aprieta. — Suplicó con lascivia, al mismo tiempo que observaba la reanudación de aquella honda, calada y sucia paja, instantes previos a la lubricación de su correspondiente boca. Finalmente, al cabo de unos segundos, e incapaz de permanecer detenido por mucho más tiempo, sugirió un cambio de rumbo: una modificación que agradase a ambos por igual. Ese no fue otro que, ni más ni menos, una sustitución temporal.

Eleanor debía dejar a un lado las manos.
Era el momento de que lo masturbase, deslizándose sobre él, con la vagina.