Notes

Mi abuela pocas veces hablaba del tema, pero me miraba con cierto peso en el pecho cuando desde el otro lado yo rompía en carcajadas mencionando aquél nombre que desde siempre se nos recuerda no pronunciar.

La cultura latinoamericana y su cara sombría tienen como mantra esa frase: "No digas su nombre". No lo digas de día, no lo digas de noche, no lo menciones y tampoco te atrevas a jugar con la voz húmeda de soberbia en aquella faceta de no creyente.

Las arrugas en la piel de mi abuela son el trayecto a ese caserón en el medio de ese basto campo que sus manos crías trabajaron para sacar adelante a esa nueva generación de la familia que una vez vino en un barco al país. Ese caserón que en el día consumía el calor del tan irrespetuoso verano en los años 43.

La abuela nunca me dijo dónde, pero todos conocemos un lugar así repartido en la basta, hermosa y generosa Argentina.

La noche se abría cancha plácidamente y sin pedir permiso sobre las cabezas tiernas de los hermanitos que ahora descansaban en ese asiento improvisado por un pedazo de madera. Lo que tocaba era esperar la voz de mamá, clamando para que entraran corriendo esos seis pares de piecitos.

Desesperados, cansados, a veces con detenimiento, otras con ligereza; Pero todos con la necesidad de llenarse la panza hasta abultarla y que la piel tire.

Ella con la piel clara y los ojos verdes como los de un gato peleaba por la oportunidad de ganarle aquél cacho de pan a su hermano Enrique, para hundirlo en el matecocido suavizado con un chorro de leche. No por el hambre, siempre por la jovial sensación de sacarle rabia a tu hermano.

Digamos que se olvidó de que el día se estaba terminando, o algo en ella quería olvidarse de que en efecto la noche iba a entrar en la casa como los insoportables bichos que se prendían de cualquier miga de pan en la mesa.



La mamá le besó el cachete, rojo y un poco áspero por tanto sol. Y después la miro con los mismos ojos que uno se para a ver el paisaje cuando va por la ruta... No le dijo "buenas noches", pero con los dedos cansados le hizo un mimo en esos rulos negros para dejar salir ese «‘Ta mañana, hija» que siempre se repetía.

«Si Dios quiere» le respondió ella, que le había robado la frase al papá.

Dios siempre quiso, aunque hubiera noches donde estuviera menos atento.

Escuchó el detonante sonido de un vaso rompiéndose contra el suelo, estrellándose, explotando, siendo destruido uno y otra vez. Y una y otra vez más en su mente, que automáticamente gritaba a cada músculo que se entumeciera.

Los brazos gordos no le alcanzaban para aferrarse a cualquiera de sus hermanas durmiendo junto a ella. Y cuando los dedos se le pegaron a lo primero que encontró de su hermana mayor, otra vez se escucharon los ruidos de los vasos cayendo.

El aliento se le iba y podía escuchar su corazón rompiéndole los oídos, aunque ni así lograba cubrir el ruido de las sillas de madera arrastrándose con fuerza por el suelo. Siendo pateadas una y otra vez.

«Es papá que está borracho» susurraba Angélica. Pero era mentira, papá no tomaba y si tomaba nunca rompía los vasos, tiraba la mesa, reventaba las ollas de la cocina contra las paredes ni tampoco pateaba las sillas que con tengo trabajo había conseguido.

En la casa ya no había luz, mamá no estaba en la misma habitación, y las hermanas hablaban con el miedo envolviendoles la lengua. Las tres se acurrucaban, tapándose con las colchas en ese colchón que ocupaban en el suelo.

Y se sentía otra vez cómo las cosas de la cocina gritaban como los objetos inanimados lo hacen, en destrucción y esparciendo terror en el aire. El corazón se le salía, y los vasitos de metal donde tomaban el matecocido chocaban tan fuerte que le quedaban en la mente. Otra noche más dónde Dios quiso, pero no pudo.

La puerta principal de la casa hizo oír gracias a un puño por el lado de afuera. Tres golpes fuertísimos, demandantes, que gritaban que los dejen entrar. Y Angélica tuvo miedo aunque no lo dijera, al igual que las otras dos en la pieza.

Los músculos le quemaban al despertar porque cuando Dios quiere pero no puede, es inevitable sentir pánico asfixiante y parálisis. No sé quería levantar, pero el sol ya quemaba los vidrios de las ventanas de la cocina y se las rebuscaba para entrar a la pieza de las chicas.

Con el camisoncito gastado, se puso en pie y abrió la puerta de la pieza. Esa que daba directo a la cocina y le devolvía la imágen de una pulcra habitación con cada utensilio en su lugar.

La abuela tenía miedo siempre. Todavía lo tiene. Y de eso ya pasaron 70 años, o más.

En el campo no se dice su nombre, ni de día ni de noche.