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Acuclillada, desinhibida y resguardada entre dos coches, me hice con el control de la situación en cuanto le desabroché el pantalón vaquero y, dos segundos después, bajé la cremallera para ponerle fin a aquel absurdo juego del escondite, con el calor húmedo que había escupido en mi mano y que había conseguido trasladar a su piel. Liberando una serie de endorfinas que no liberaba ni corriendo, pero sí corriéndose; conmigo. Iba a comérsela allí, sí. En mitad de un parking público, sin necesidad alguna de quitarle la ropa.
No porque él me hubiese provocado minutos atrás, tampoco por querer pillarle a contrapié: lo hice porque no había podido dejar de pensar en su polla durante el camino. No era capaz de borrarme del paladar aquel sabor. Su exquisito sabor.

Inhalé su aroma, sonoramente y sin pudor.
No pude evitarlo, no supe. Me lo pedía el mismísimo cuerpo. Necesitaba hundir urgentemente la nariz en su pubis (tanto o más que lamérselo), y permitirle a mis fosas nasales que se colocaran con el olor que emanaba su piel. ¡Y joder! Qué jodidamente bien olía. Era indescriptible a lo que (a mí me) olía.

Deslicé la totalidad de la sinhueso por la superficie aún flácida y aletargada de su miembro, dejando a mi paso el rastro inequívoco de una fina capa de saliva que me encargué de esparcir sin demasiado protocolo. Si existía algo que me produjese una excitación mayor o igual a la que sentía palpitándome en las venas cuando practicaba una felación era, precisamente, éso: metérmelo en la boca cuando todavía no estaba preparado del todo y sentir, con el paso de los tempos, el modo en el que se transformaba. Por mí, para mí.

Aproveché su estado inicial de reposo para introducírmelo, entero, en repetidas ocasiones; sin ningún amago de arcada.
Todavía.

Alcé la mirada y observé, a través de mis pestañas, en la evidente dilatación que presentaban ahora sus pupilas cómo y de qué manera el deseo comenzaba a pasar factura a raíz de las lujuriosas chupadas. Atisbé a vislumbrar en su sonrisa ladeada —a conjunto con la mía— que aquel repentino arrebato tenía su absoluta aprobación y consentimiento. Lo deseaba tanto como yo. Deseaba mi boca, mi garganta, mis fluidos orales… A mí.

Lo mantuve sujeto por la base y acompasé, por fin, el ascenso y descenso de mi mano con la intercalación de besos húmedos, lametones y succiones. Sentía el tronco de su pene palpitar bajo mis dedos, bajo la lengua: cada vez más rígido, más duro, más erecto.
Lo supe expectante, esperando impaciente que mi movimiento de muñeca lo doblase.

Entreabrí la boca, lenta y paulatinamente; separé los labios para buscarle cobijo al glande y succioné…, hasta que oí temblar en sus labios mi nombre. Ahondé, un ápice, lo justo y necesario para que su mano se enredase entre mis mechones: instándome a continuar, a profundizar. Jugué, repasando con el tacto de mi lengua cada vena; cada centímetro de su virilidad. Tracé, también, certeras circunferencias alrededor del glande e hice patinar, incesante, vertical y horizontalmente, ésta sobre el frenillo para estimular cada parte de él.

Nunca en la vida me había parecido tan erótico el vaivén de un prepucio al ritmo de la pasión.
Nunca jamás había sentido más mío el término « calientapollas »; porque más que un improperio peyorativo, era la definición perfecta de lo que podía hacer con tan sólo abrir la boca.
Nunca antes había querido tanto privarme a mí misma de la toma e inhalación de aire, por voluntad propia: deseaba ahogarme, impedir que el oxígeno me llegara a los pulmones, fundirme en su piel… Y hacerle disfrutar como nunca con una mamada improvisada.
Nunca había sentido una necesidad más imperiosa de emitir sonidos guturales durante el proceso.
Nunca quise deleitarme tanto y tan despacio.
No quería que acabase...


Los minutos pasaban y, debido al transcurso del tiempo, necesité que el suelo fuese mi aliado y principal punto de apoyo. Así que mis rodillas acabaron contra el pavimento: y mi mano vacante se coló bajo la tela de la camiseta que semanas atrás le regalé para arañarle la firmeza de su abdomen con las uñas. Arañazo que coincidió en el tiempo con una sutil opresión entre dientes: un mordisquito sobre su punta mojada y sonrosada.

Contacto visual.
Tensión.
Respiraciones agitadas.
Cese momentáneo de movimientos.
Silencio…

Una promesa indecente en mi comisura derecha cuando sonreí.

Abrí la boca y saqué la lengua con una pequeña cantidad de saliva acumulada para hacerla palpitar contra ésta, reiteradamente. Una, y otra, y otra vez. Golpeándome con ella, azotándome y disfrutando de ese sonido acuoso en cada choque, en cada encuentro.

Un tirón de pelo.
Otra mirada.

Un inolvidable susurro.
Una súplica corporal.

« Fóllame con la boca de una puta vez. »

Nos hacíamos siempre la guerra en la cama, o en cualquier otra superficie para ver quién llevaba el control, quién dominaba a quién. Pero cuando uno demandaba con urgencia el jugo divino de entre las piernas del otro, cedíamos. Cedíamos el mando sin ni tan siquiera pararnos a pensarlo porque ahí residía el verdadero placer. El placer de disfrutar y hacer disfrutar, a partes iguales. El placer de saber cuánto o de qué modo te necesitan. El placer de perder los papeles.

Empujó su cadera hacia mi rostro, lo hizo a sabiendas de que mantenía la boca cerrada y su intento de sumergirse en mí sería en vano. Lo hizo para provocarme, para tentarme con la simple idea de que fuese él quien marcase el ritmo, quien me follase la boca hasta robarme el aliento. Volvió a perderse en mis ojos, volvimos a comunicarnos sin mediar palabra cuando se aferro a mi melena, volvió a pedirme más.

Y se lo dí. Joder si le dí.
Pero antes quise desesperarlo, anhelé jugar con su paciencia; ponerlo a prueba. Dedicándole atenciones superficiales al largo y ancho de su erección. Es decir, a cada centímetro de su rígida piel. Froté y refregué los labios sin cesar, deseando que ese roce fuese convirtiéndose a posteriori en una fricción…, abrasadora. ¿Si sabía cómo se tocaba una armónica? No. No tenía ni puta idea. Pero sí que hacía música con él, y con su cuerpo. Lo sentía contraerse, lo escuchaba maldecir, veía sus músculos tensarse. Inhalar y exhalar con la nariz; cerrar los ojos; apretar la mandíbula y los dientes. Probablemente repitiéndose a sí mismo que no, que no debía correrse. No tan pronto.

— Deja de jugar conmigo. – Suplicó, con la voz completamente rasgada.

Y a mí me supo a gloria. Pero…, ¡pero joder! Todavía no les había dedicado ni un mínimo de atención a sus testículos y me moría de ganas por llevármelos a la boca, una vez más. Así que, para compensar mi desvergüenza y mi malicia, envolví entre los dedos su erección y comencé a masturbarle a golpe de muñeca, siendo rítmica y constante. Abandoné un escupitajo a la altura de la base, y dejé que resbalase hacia abajo, que la gravedad hiciese de las suyas… Dejé que llegase a su destino, no sin esfuerzo: pues me encontraba cada vez más y más hambrienta y desesperada por llevármelo a la boca.


Recogí la saliva y la esparcí a base de lengüentazo y lengüentazo. Chupé y succioné, repartiendo la atención entre uno y otro; intercalando besos con mordiscos, y lamidas con succiones. Haciendo de cada acción un nota musical nueva para nuestra particular sinfonía / melodía: no había movimiento que no hiciese eco en el interior de mis pabellones auditivos, no había resultado que no sintiese palpitándome entre las piernas, en el endurecimiento de mis pezones.

— Basta.
— Pídemelo. – Me apresuré a decir, limpiándome con el dorso de la mano los labios y emborronado aún más mi habitual labial rojo.
— Por favor.

¿Necesitaba aquello? ¿Necesitaba realmente una súplica? En absoluto.
Sin embargo, sí que me hizo sentir poderosa. Eróticos, sensuales, sexuales: así éramos.

Entonces lo oí.
No sabría decir en qué dirección venían, ni a cuánta distancia estarían de nosotros, ni cuánto tiempo había pasado desde que decidí « asaltarlo » a medio camino de la puerta del conductor: pero unos pasos, unas voces desconocidas nos animaron a proseguir, a darnos prisa. Nos dieron pie a ponerle la guinda al pastel, antes de que fuésemos pillados con las manos en la masa. Yo, por mi parte, ascendí desde su escroto, arrastrando la lengua de un modo muy nítido y muy obsceno, por su tronco. Y él, por la suya, aferrándose a mi cabeza como si aquel fuese su único punto de partida.

Abrí los labios y recibí con entusiasmo su erección en el interior de mi cavidad bucal. Nos movimos al compás y, Dios, bendita conexión mental y sexual. Su glande y mi campanilla eran polos opuestos, imanes que se atraían y se exigían a grito pelado. Su polla y mi garganta eran fieles cómplices de batalla… Me sentía, joder. Me sentía llena, valga la ironía. Estaba hecha para mí. Para llenar cada uno de mis agujeros hasta la jodida extenuación. Apreté los labios en torno a su miembro, ahora privada del sentido de la vista, y seguidamente, succioné, mientras realizaba el movimiento a la inversa.
Repetimos esa misma acción cinco o seis veces más. Él me penetraba la boca y yo, brusca por naturaleza, embestía un poco más con tal de provocarme alguna arcada; alguna señal que me invitase a aminorar el ritmo para tomar aire, para recordar cómo se respiraba. Pero el sexo oral era un arte y yo sabía qué teclas debía masturbar para hacer de éste una obra completa.

Me colmé de él. Me llené la boca hasta que casi asomaron unas lágrimas, debido al esfuerzo y la compenetración de los dos como protagonistas. Le miré. Me miró. Nos miramos y sentimos. No nos imponíamos, sólo fluíamos y éramos nosotros, en nuestro mayor esplendor sexual. Él jadeaba, y yo gemía de puro deleite cuando le sentía tan dentro: porque quería que vibrasen mis cuerdas vocales y esa sensación le acariciase.

Y lo supe…
Lo supe en cuanto degusté con sumo gusto las primeras gotas del líquido preseminal, supe que estaba llevándolo al límite; que mi electricidad era capaz de darle latigazos a su columna vertebral. Las recogí con la lengua, una a una, dibujando eses y ochos sobre el glande mientras recuperaba un poco el oxígeno del que me había privado los segundos posteriores: lo animé, con una sonrisa que me llegaba hasta los ojos y los movimientos ejecutados (orales y manuales), a que explotase. A que se dejase llevar como lo había hecho hasta ese preciso instante, a que me regalase lo que tanto había buscado: su orgasmo, su glorioso sabor, su placer.

Temimos quedarnos a medias durante un mísero instante.
Un instante en el que aquellos desconocidos se sintieron más fuertes y cercanos, un instante en el que fueron a parar justo al coche contiguo…, y en el que él no pudo contenerlo más y me llenó los labios de su semen con un gemido ronco, ahogado, contenido. Me tragué hasta la última gota porque, pudiendo haberse corrido en mi rostro, pudiendo haberme puesto perdida —tal y como nos gustaba a los dos—, decidió que con cada sutil empellón, se follaría mi boca unos segundos, a medida que chorreaba mi sabrosa recompensa.
     
 
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