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Tormenta anunciada en la ciudad. Las calles inundadas, tanto que amenazan con llevarnos en su marea. "No se puede salir así, nunca se sabe qué hay debajo del agua, Klaus" y le hice caso siempre con eso, pero porque parecía tener sentido, por nada más. Y es que tiene sentido. Ni el alma más bondadosa y fiel puede respirar intentando salvar a alguien anclado a la profundidad, a la ruina, a escabullirse a la penumbra. Ningún hilo de luz podría colarse entre tanta falta de amor. Los monstruos ganan en esos casos. Esos son los casos de la gente que no la cuenta, ésos por los que se llora a cada tanto una vez más, como si fuera la primera vez que se perdieron entre tanto dolor y ardor. Así que tenía mucho sentido no meterse en ese rugir del agua que aclamaba con ferocidad un alma más que arrastrar consigo. Algo así como llevarse a Alfonsina.
Me tengo que pedir algo más, me digo, una convención que está implícita y a la que fallamos hasta que nos retan, nos corrigen, nos enderezan y terminamos pronunciando las famosas palabras que nos autorizan socialmente a un par de horas más de presencia en algún lugar: "otro cortado, por favor". Pero nada de "y la cuenta" porque eso me dejaría a la deriva en esa noche lúgubre. Daban las siete pero me había acostumbrado ya al caprichoso verano que nunca quiere retirarse ni apagar su luz. Así que perdí la noción de cuánto avanzaron las manecillas de mi reloj al punto de fruncir el ceño confundido por el cielo ennegrecido afuera y la gente chillona por dentro.
La piba me trae el café, se lo agradezco con la poca gracia que me queda en días así, que me dejan inquieto, nervioso, pensante y analítico, como absorto en otra realidad y volviendo a la del resto continuamente. Los dedos huesudos y pálidos tamborilean sobre la mesa de madera oscura, que muchas historias debe contar. Un par de amigos que ya se traen muchos años encima discutiendo libros, historias, anécdotas, a veces enfurecidos, a veces estallando en carcajadas o hundidos en plena admiración por el otro; un adolescente reservado, buscando la aprobación de su padre, perdido en su propio mundo con su música, a veces rebelde, a veces adormecido y más obediente; una mujer gorda con unos ojazos verdes, tremendos pero siempre ocupada, nunca los despega de una pantalla ni los dedos paran de teclear palabras que no sé de qué servirán, si alguien las leerá o si por el contrario, son las que escuchamos todos los días como un monólogo ensayado en la televisión o como yo la llamo, el aparatito lavacerebros. Misma mesa, distintas historias, distintas miradas, distintos cuerpos y distintas energías.
Borro sus historias y sus miradas, sus cuerpos y sus energías mientras me deshago de unas migas que estaban desde antes que yo llegara y me agarro la cabeza con una sola mano. Ya nadie lee el diario. Ya nadie se mira a los ojos. Ya nadie se anima a comentarte algo de buena gana aunque no te conozcan. Ya nadie se detiene un rato, levanta la cabeza y mira alrededor. Pero por alguna razón, cada quien hace sus ruidos, tiene su presencia. Y yo tan silencioso, ¿tendré la mía? Si nadie de ahí me piensa, si nadie me encuentra, ¿habré existido en esos momentos, en ese lugar?

Si la dejo de pensar, si no la encuentro, ¿habrá existido ella?
Entonces el cielo se parte, se abre en dos pedazos pareciera o en tres, en miles más. Me cuesta tragar el café que ni siquiera me gusta pero lo pido porque a ella le gustaba. Me tiemblan los dedos sin que lo piense y ya ni tienen ritmo, ya no hacen ruido para afuera, solo para adentro, como si yo solo pudiese escuchar cómo se me quiebran los huesos y a la vez, permanecen intactos.

Las gotas de lluvia parecían querer destrozar la ventana, traspasarla y recorrer su cuerpo desnudo y enmarañado en unas sábanas desaliñadas, hechas un desastre de hace unos momentos atrás. A veces no sé si abro la boca o no cuando estoy con ella pero sin duda me tiene a sus pies y girando cual luna de Saturno a su alrededor porque aunque lo piense y piense que no lo digo, me contesta con mis propias ideas, como si me las arrebatara de la cabeza, como si estuviera tan expuesto ya ante flor de mujer que no puedo ni siquiera reservarme mis pensamientos para mí solo. Me enloquece, me encanta que me sonría engreída y que haga eso cada vez después de hacerle el amor.

—Ya sé que te gusta cómo me veo, mi cielo... —y se ríe con una elegancia infinita que podría acabar con todas las idioteces que nos venden en el mercado, en la tele, en cualquier esquina y en cualquier vidriera. Su risa es escalofriante, es cálida pero deja tajos por detrás, como si se anclara a lo más profundo del inconsciente y aguardase expectante allí a liberarse entre sueños.

La abrazo, casi que me tiro encima de su cuerpo, así sin pensarlo dos veces y sin cuestionarme si es infantil lo que hago, pero quiero fundirme en ella. Acabo de fundirme en ella y no fue suficiente, la necesito de tantas formas porque la amo de tantas otras. Me acuesto entre sus pechos, con la oreja pegada al lado izquierdo y cierro los ojos, estrujándole unos segundos la cintura para hacerla carcajear, que me dice que la ahogo y que luego la hago respirar con más ganas, como para despertarla de la realidad y meterla en otra, como para cortarle el hilo de pensamiento y crear otro, como para tenerla conmigo y a la vez dejarla libre. Me encanta escucharla reír. Pero también existir. El latir de su corazón, un tanto agitado siempre. Es una tipa ansiosa, no lo controla y le digo que está bien porque su corazón tiene un ritmo que otro no, pero en realidad ella sabe que eso no nos calma a ninguno de los dos, que se lo digo solo de a ratos y para alivianar el ambiente, porque si verdades puras se tratase, quizás ese corazón abandone la lucha más pronto que cualquier otro, solo que decírselo con esas palabras y no con una capa de ternura o idiotez justificada por encima sería un acto suicidante.

La tengo conmigo, la siento ahí. Estoy desnudo entre sus brazos, expuesto, abierto, no me importaría menos. Las garras de una mujer como ella jamás serían capaces de dejar herida alguna que no fuera llevada con orgullo. Hay gente así. Hay gente que impregna sus huellas, su aroma, sus sonidos, sus ruidos, sus mitos, sus leyendas, sus creencias, sus locuras, sus corduras, sus enojos, sus fetiches, sus sueños, sus ganas de vivir o de morir, sus manías… hay gente que aunque se cargue un escudo encima y lleve garras como uñas no podrían jamás ser peligro.

"¿Existe gente así, Klaus?"
"Sí, te juro que sí. Confiáme. Ya te va a tocar conocer a alguien así"

No le digo que es ella la que me tocó a mí entre toda la gente y entre esa gente, la gente así. La haría sentir ordinaria y quizás hasta desvalorizada. Insultada, incluso. Así que no se lo digo, me lo negaría y jamás me lo creería. Pero una noche, atontada por unas copas y bailando jazz en la cocina a pies descalzos, helados que dolerán luego en la cama, se recuesta contra mi hombro y me murmura al oído: "te confié, me tocó un tipo así, tenías razón", me besa la mejilla con esos labios aterciopelados y violáceos de tanto vino, me sonríe con unas ganas, con los ojos casi desaparecidos de sus rasgos. Me vuela la cabeza. Me deja volando en partes separadas y desentendidas entre ellas, todas atacadas y amadas por su ser de luz. Ni Benedetti ni Sabina habrían podido retratar a tanta mujer hecha por las manos más adiestradas de los siglos más revolucionarios del arte.

—La cuenta, señor —la piba me deja un papel encima de la mesa, el café se me enfrió y me lo tengo que tomar de todos modos.

Dejo unos mangos y la propina aparte. Salgo a la calle, el cielo no ruge pero la ciudad tampoco y ahora entiendo cada vez que me abrió el pecho, me cosió y tejió todos sus besos y caricias, a la gente así no se la olvida porque no están hechas para irse alguna vez. Se van porque la vida sigue y no espera a nadie, toca a la puerta de cualquiera y "el deber llama". Pero entendí que si ella pudiese, seguiría ahí.

—Pibe, nunca aprendés, sos terrible, ¿qué te dije de salir así? —me chilla por detrás y la siento sonreír. Se me descosen los besos, se me destejen las caricias.
     
 
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