Notes

Capítulo 3

Los días se hacían eternos, y el cansancio empezaba a hacer estragos entre los soldados. Tras una semana de dormir al raso, el coronel Linn, que era un hombre alto y robusto, de unos cuarenta años, decidió parar en una pequeña ciudad y proseguir con el viaje al día siguiente.
Los soldados tenían todo un día para vagar por la ciudad, mientras el coronel averiguaría qué decía aquel misterioso mensaje.
José dejó su lanza en una carreta y se dirigió al interior de la ciudad. Una gran muralla la rodeaba por completo y por las almenas paseaban con aire marcial algunos centinelas; había varias torres defensivas a lo largo de la muralla y largas enredaderas caían de lo alto de éstas. La puerta de acceso estaba construida a base de piedra y bajo el arco del portón estaban situados algunos puestos de mercaderes que expulsaban aromas de todo tipo.
Había un gran bullicio y parecía que era día de mercado. Todo el mundo estaba en las estrechas calles comprando productos y charlando sobre muchos temas, entre ellos la guerra.
José empezó a deambular por las calles adoquinadas, mirando cada tenderete y escuchando todas las ofertas que los mercaderes tenían que decir.

Llegó a un cruce donde cientos de puestos de mercado se unían; allí se podía encontrar desde manzanas a espadas hechas por algún herrero. De repente, por una de las calles, se empezaron a oír gritos y un chico de unos quince años apareció corriendo a la desesperada perseguido por unos soldados que le gritaban improperios de todo tipo.
José, suponiendo que era su deber, se unió a aquella persecución. Se quitó la pechera y empezó a correr detrás del chaval. Para no perder de vista al chico, empujaba a todo aquél que se interponía en su camino. Pronto dejaron atrás al grupo de soldados y se adentraron en un barrio marginal, donde las ratas y las prostitutas habían sustituido las frutas y los tenderetes del centro de la ciudad.
Estuvieron corriendo un par de minutos hasta que el chico se encontró en una calle sin salida. José iba a cogerlo pero el joven le echó unos polvos en la cara y se quedó tendido en el suelo agonizando del dolor, ya que esos polvos producían un picor mayor que el de la pimienta cuando entraban en contacto con los ojos.
El chaval se iba a marchar pero en ese momento llegaron el resto de soldados y lo detuvieron allí mismo.